Homo Symbolicus

Pablo Errázuriz | Sección: Arte y Cultura, Sociedad

Los símbolos son una realidad potente en la mente humana. No son solo el objeto material sensible, sino que llevan una carga propia en su existencia, son materialmente una cosa, pero en el sentido subjetivo –no como sinónimo de relativo, sino que en cuanto a apreciación del sujeto– son algo distinto. Un claro ejemplo lo encontramos en los tótems, un palo en la realidad, pero que en el imaginario de un pueblo representa toda una cosmovisión que es propia y única. De cierta manera, la mente humana resignifica el mundo objetivo, de la materia, transformándolo en un mundo del sujeto, quien entiende de una forma concreta la realidad.

Este fenómeno del símbolo existe en las más diversas realidades humanas. El ejemplo del tótem muestra una de las más evidentes, el símbolo religioso, una de las primeras formas religiosas del hombre. La deidad era identificada con un objeto físico concreto, con una realidad del mundo; no era un objeto del dios, sino que era el dios. En la historia bíblica se ve claramente este estadio de la religión. El primer mandamiento de la ley judía excluye a los ídolos religiosos precisamente porque en ellos existían subjetivamente los dioses, de ahí que fuera tan grave el culto al becerro de oro. En él existía un dios distinto al dios abrahámico. La realidad física se ordenaba según la intención subjetiva, el ídolo era dios. Incluso Yahvé se manifestó a los judíos en realidades físico-simbólicas, encarnado en el Templo de Salomón y el Arca de la Alianza. Dios estaba materialmente en el Templo de Jerusalén; de ahí el conflicto entre judíos y samaritanos, quienes no reconocían la necesidad de alabar a Dios en este; también por esto el trauma de la destrucción del Templo y el exilio en Babilonia. Físicamente, no se estaba con Dios.

La síntesis de la filosofía griega con las religiones abrahámicas llevó a la comprensión metafísica y ontológica de Dios, por lo que se apartó la idea del símbolo material como una realidad religiosa, llegando incluso a existir herejías cristianas totalizantes en cuanto a esto. Como Dios era metafísico, extraño a la realidad, cualquier representación de éste era considerada una blasfemia, similar a llamar a Dios por su nombre para el judaísmo. Esta visión sigue existiendo en el islamismo, donde no se puede representar pictóricamente a Mahoma ni a Alá. 

Aun así, la idea del símbolo físico como realidad religiosa perdura en las religiones modernas, siendo dentro del cristianismo la más clara expresión de esto la consagración eucarística. Jesucristo se hace presente realmente en un objeto material, la hostia consagrada. Sin entrar en las discusiones en cuanto a la naturaleza de este sacramento –cuando digo símbolo no hago referencia a este en el sentido de la discusión entre transustanciación o mero símbolo–, es interesante destacar que la naturaleza eminentemente metafísica del cristianismo actual no excluye la realidad material de lo divino; el centro sigue estando en un objeto material, y no en la mera subjetividad espiritual. Dios se hace presente en el mundo físico, de forma real, aun si subsisten los accidentes del pan y del vino. 

También el símbolo existe en otras experiencias humanas, como, por ejemplo, en el lenguaje. Al nombrar algo usamos un símbolo, la palabra, pero ese símbolo es la realidad misma que representa. La piedra no es piedra en la materia del mundo, sino que, en la mente del observador, expresada ésta en un conjunto de sonidos, pero no por esto la realidad subjetiva “piedra” deja ser una realidad; el símbolo tiene una entidad propia más allá de la materia. También en las sensaciones, emociones, moralidad y todo tipo de ideas abstracta existe un lenguaje de símbolos. La pasión es roja; el mal negro; nobleza azul; lo puro blanco.  La paloma es la paz y la calavera la muerte. Las banderas no son solo pedazos de tela, sino que el orgullo de la nación, la piel flameante de la patria. Podríamos seguir esta enumeración con muchos ejemplos cotidianos.

Con nuestra subjetividad valorizamos y creamos un mundo independiente de lo objetivo, que es tan real como la materialidad, incluso tal vez más, en cuanto a que este mundo del sujeto, de los símbolos, es donde habita la persona. En efecto, como argumenta Roger Scruton en The Soul of the World, la persona humana como tal no existe en la realidad física, sino que, en la interrelación subjetiva, en el encuentro en segunda persona desde mi primera persona, en el yo-tú. La argumentación de que la realidad subjetiva surge desde la objetiva se plasma claramente en todo el lenguaje simbólico, donde existe una dualidad entre el objeto y el significado del objeto, de la misma forma que no es lo mismo el homo sapiens que la persona humana. Uno no encuentra a la persona en el cerebro, por mucho que lo diseque, pero la persona existe en el soporte material de su cuerpo, surge de este en el plano de la subjetividad, como un yo confrontado a otros yo, a los cuales reconoce como subjetividades tan completas como él. El cientificismo que convierte al hombre en una mera maquina biológica decide arbitrariamente ignorar la primera realidad humana, el yo como sujeto más allá de los influjos de lo material. La libertad existe en que yo me siento libre, en que afirmo que mis acciones son mías y por lo tanto soy responsable de ellas. 

Aceptar esta realidad subjetiva no significa rechazar la realidad material, sino comprender que lo humano se construye en un plano distinto al material, aun cuando se relaciona constantemente con el mundo físico, donde sucede el encuentro con otras subjetividades, junto a las cuales construye un mundo de interrelaciones, símbolos y significantes ricos y diversos, que escapan de lo material. La persona crea sobre el mundo físico un mundo intersubjetivo que tiene una ontología propia y no menos real que el agua, la tierra, el fuego o el aire.

Este proceso de crear un mundo subjetivo del símbolo es un proceso en muchos casos inconsciente, e incluso se puede generar artificialmente a través del condicionamiento. Se relaciona una idea subjetiva o emocional con alguna sensación del mundo real, un sonido, un color, un sabor, un olor, creando una interrelación entre este y la subjetividad 

Otra realidad simbólica es la del espacio temporal y físico. Vivimos en el tiempo y en el espacio; estamos en el flujo del primero y nos desplazamos a través del segundo, y las coordenadas de estos tienen símbolos para nosotros. Un hecho pasado en nuestra vida carga simbolismos propios. Orgullo, rabia, pena y felicidad son representados por momentos de nuestra historia que nos marcan, y entendemos estas sensaciones según como las vivimos y los estímulos externos que tuvimos en el minuto. Todos hemos experimentado el recuerdo del desamor en una canción, o la felicidad al releer un libro, o la nostalgia por la primera infancia al ver uno de los clásicos animados que vimos miles de veces en ese entonces. Nuestra historia fáctica está repleta de simbolismos que solo lo son para nosotros, y que muchas veces no tienen sentido para otros, precisamente porque el símbolo es solo entendido desde mi experiencia. 

También existen recuerdos simbólicos colectivos, propios de un grupo humano. Un clásico ejemplo son los mitos y leyendas fundacionales o hechos heroicos. Poco importa lo que realmente pasó un 21 de mayo de 1879 en Iquique, sino que lo central es el valor que como país le dimos en su minuto y le seguimos dando hoy. La historia carga símbolos subjetivos para distintos grupos. El desembarco en Normandía, conmemorado hace unas semanas, no significa lo mismo para gringos que para alemanes.

El espacio físico está, asimismo, repleto de símbolos. Un cementerio conlleva una sensación de respeto; un templo, temor reverencial; nuestro colegio, nostalgia. Cada lugar importante en nuestra vida está cargado de algún simbolismo, sea propio o colectivo. 

La cuarentena que vivimos actualmente tiene una carga tan pesada justamente por esto. Nuestro lugar de estudio o de trabajo es simbólico, el lugar del esfuerzo y de la vida profesional, mientras nuestro hogar es nuestro lugar de relajo y vida familiar primordialmente. Hay una cortina que separa ambos aspectos de nuestra vida, protegiéndolos y dándoles su espacio de desenvolvimiento natural. El trabajo a distancia forzado por el COVID-19 rasga ese velo, se pierde la separación, y el espacio de lo privado queda totalmente invadido por lo profesional. Nuestro hogar no es hoy por hoy un lugar de descanso, sino que se mezcló con el lugar de trabajo, y lo segundo absorbe lo primero, nuestros ratos de ocio convertidos en salas de espera entre los mails o videoconferencias que traerán la siguiente obligación. 

Esta situación debe hacernos ver la importancia del espacio físico como otra realidad simbólica del hombre, la que nos permite desarrollarnos mejor en las distintas áreas que conforman nuestra vida. A fin de cuentas, somos sobre todo Homo Symbolicus.