George Floyd y la nueva revolución cultural

Eleonora Urrutia | Sección: Política, Sociedad

La velocidad con que las protestas por el asesinato de George Floyd se transformaron en una guerra para imponer la narrativa totalitaria imperante es asombrosa. En el Reino Unido, hordas de personas herederas de la intolerancia maoísta han destruido estatuas y compilado listas de monumentos a los que apuntar e individuos a los que humillar, incluyendo figuras históricas globalmente significativas como Sir Francis Drake y Cristóbal Colón. En los Estados Unidos ya hicieron caso omiso de Colón: hace un par de días en Richmond, Virginia, una mafia derribó su estatua, la incendió y la arrojó a un lago. Cuando un monumento no puede ser demolido, se lo abusa. Fue el caso de Churchill en Westminster, pintado con la palabra “racista”. Abraham Lincoln, que peleó una guerra para acabar con la esclavitud, no escapó a los graffiti por ser un hombre blanco y, por ello, malvado. En Leeds, la estatua de la Reina Victoria fue desfigurada y rociada con pintura rosa en senos y entrepierna, recordando el elemento adicional de la humillación sexual (corte de pelo, confiscación de ropa) que los Guardias Rojos chinos imponían a las mujeres que se atrevían a tener “pensamientos incorrectos”.

El fervor por arrasar con todo no se limita a las estatuas. El arte y el entretenimiento incorrectos también se eliminan. Esta semana la BBC y Netflix lanzaron al baúl de los recuerdos episodios de Little Britain porque presentan actores blancos que de vez en cuando se disfrazan de negros. Pero no se detendrán allí, ya que la historia está llena de literatura y entretenimiento con representaciones cuestionables. De hecho, Lo que el viento se llevó ha sido eliminado de HBO Max por promover tensiones raciales.

Por supuesto, nunca se trata sólo de estatuas ni de arte. Las revoluciones culturales son fundamentalmente cruzadas contra personas y sus pensamientos. En el Reino Unido, un presentador de radio fue suspendido por atreverse a cuestionar la ortodoxia del “privilegio blanco”. Un periodista galés fue expulsado por criticar Black Lives Matter. En los Estados Unidos la lista de purgados incluye editores senior en el New York Times, el Philadelphia Inquirer, la revista Bon Appétit y el sitio web Refinería 29, culpables de publicar “pensamientos incorrectos”. El editor de larga data del Philadelphia Inquirer fue echado por no vetar el titular “Los edificios también importan” de la crítica de arquitectura Inga Saffron, preocupada de que los edificios dañados por la violencia pudieran “dejar un agujero en el corazón de Filadelfia”. Los miembros del personal consideraron que el titular era un delito contra Black Lives Matter y su editor, Stan Wischnowski, no duró la semana. En el New York Times, el editor jefe James Bennet, renunció el domingo después de un alboroto del personal por haber permitido publicar un artículo de un senador de los EE. UU. que escribiera a favor de enviar militares para restablecer el orden público cuando la policía esté sobrepasada. Consideraron la pieza fascista y ofensiva, aun cuando la medida propuesta está respaldada por la ley y coincide con lo que señalan las encuestas respecto del apoyo de decenas de millones de estadounidenses a la ayuda militar si la policía no puede manejar los disturbios y la violencia. El filósofo marxista Herbert Marcuse argumentó en 1965 que algunas ideas “de derecha” eran tan repugnantes que era obligación suprimirlas con “el retiro de la tolerancia”. Marcuse es un santo para los movimientos totalitarios de izquierda.

Lo que estamos presenciando muestra hasta qué punto el periodismo está dominado por la misma fuerza moralizante que comenzó en las universidades hace un tiempo. Los agentes de esta política mandan ahora en casi todas las principales instituciones culturales: museos, filantropía, Hollywood, editoriales de libros, incluso programas de entrevistas nocturnos. En asuntos considerados sacrosantos no hay lugar para el debate. Hay que admitir la incapacidad para apreciar esta ortodoxia y hacer penitencia, o se pierde el empleo.

Las similitudes con la Revolución Cultural de China son sorprendentes. Las ideas equivocadas fueron su principal objetivo: se quemaron libros, se humillaron a los maestros excesivamente “occidentalizados”, se llevó a cabo una reeducación masiva; se destruyeron estatuas y monumentos. Fue una frenética guerra contra los “Cuatro Viejos”: antiguas ideas, antigua cultura, antiguas costumbres y antiguos hábitos. La cruzada intolerante de hoy persigue la misma cantera. Y, como en la Revolución Cultural original, existe el temor entre las élites políticas de que tal vez están comenzando a ir demasiado lejos pero no saben cómo detenerlas. ¿Y qué esperaban? Deberían saber que es fácil desatar la intolerancia febril pero mucho más difícil controlarla. La inmensa mayoría de los políticos, periodistas e intelectuales que retratan los disturbios como una respuesta comprensible a la “injusticia social” vive lejos de los barrios en llamas a los que ahora la policía no puede proteger. Las principales víctimas de este caos serán los barrios pobres que arden en llamas. ¿Acaso ignoran que no hay posibilidad de abordar la injusticia social sin un orden civil subyacente?

El colapso del orden público en Santiago de Chile en octubre pasado es instructivo. Al igual que lo sucedido en Estados Unidos, fue instigado por grupos políticos extremos que aprovecharon las marchas legales. Pero los paralelos no terminan ahí. Las élites chilenas explicaron la violencia desde la seguridad de sus cómodos enclaves mientras las comunidades vulnerables fueron aplastadas. Las fuerzas del orden público no pudieron, no supieron o no quisieron actuar con prontitud, dejando que el terrorismo arrasara el país. Los chilenos trabajadores se han quedado para tratar de recuperar sus vidas en medio de los restos ardientes. Mientras tanto, el gobierno se ha doblegado a las demandas de los agresores. Eso, por lejos, es la parte más aterradora de la historia.

Las instituciones científicas también han sido influidas por las tendencias políticas totalizantes de manera alarmante. El miércoles pasado a la par de anunciar que la pandemia por el virus corona estaba empeorando, la OMS respaldó los estallidos de protestas en distintas partes del mundo a raíz de la muerte de George Floyd. Su actual jefe, Tedros Adhanom Ghebreyesus, ex ministro de la dictadura etíope y quien proviene de un medio político e ideológico en sintonía con el Partido Comunista Chino a quien debe su posición, apoyó los movimientos globales que se están produciendo y exhortó a continuar manifestándose “de manera segura”. En el peor momento del virus según él mismo dijo – y luego de haber sido tan escrupulosos con las medidas ordenadas de confinamientos, aislamientos, cierre de fronteras, cierre de todo tipo de actividad no esencial – el jefe de la OMS expresó su consentimiento a reuniones de diez mil personas.

El mes pasado, la respetada revista científica The Lancet publicó un estudio sugiriendo que el medicamento contra la malaria hidroxicloroquina (HCL) que Trump había promocionado como tratamiento de coronavirus era peligroso. Recordemos que los demócratas y los medios han atacado sistemáticamente a Trump acusándolo de promover la medicina vudú ya que los ensayos clínicos aleatorios no han confirmado los beneficios de HCL. Ahora parece que el estudio se basaba en datos cuestionables de una fuente dudosa y cuando los científicos de todo el mundo lo revisaron detectaron errores evidentes. En una carta a los editores la semana pasada, 120 científicos criticaron el descuido y la agregación de pacientes que eran diferentes en muchos aspectos, incluidas las dosis de HCL y la gravedad de la enfermedad, lo que ha obligado a la publicación a someterse a una auditoría de datos independiente. Recordemos también que el mes pasado sus editores publicaron un editorial instando a los estadounidenses a no votar por el presidente Trump, algo inusual para una revista científica, por lo que es justo preguntarse si el sesgo político nubló su juicio científico y provocó que sus estándares de publicación cayeran.

¿Cómo sucedió esto tan rápido? ¿Cómo se convirtieron las protestas por el asesinato policial de un hombre negro en Minneapolis en una guerra contra estatuas, nombres de calles, arte y personas? En parte, habla de la colonización de la vida pública por las preocupaciones estrechas y excéntricas de una burguesía aparentemente progresista con ansias totalitarias. Que millones de personas, blancas y negras, estén perdiendo sus empleos como resultado de los confinamientos a raíz del SARS-Cov-2 y, sin embargo, el debate de la izquierda está dominado por la cuestión de qué estatua de 200 años hay que derribar es un testimonio de su obsesión por destruir las bases de los valores que representan a la civilización occidental. Esto no es nuevo. Para el comunista italiano Antonio Gramsci, los valores occidentales de raíz judeo-cristiana explicaron el fracaso del marxismo en Europa a principios del siglo XX y por ello abogó por un proceso gradual de socavamiento de la civilización occidental en todos los aspectos de la cultura.

Los datos no importan. Es inútil divulgar las cifras que indican que, de haber sido Chile uno de los países más pobres y violentos de la región, tiene el ingreso per cápita más alto, niveles de pobreza muy bajos, el mayor índice de desarrollo humano de la región, una movilidad social ascendente y una drástica disminución de la desigualdad especialmente para el 10% más pobre. Del mismo modo que es inútil decir que, previo a la pandemia en Estados Unidos, la tasa nacional de desempleo de gente de color se encontraba en un mínimo histórico de 5.5%, que el desempleo para las mujeres negras era aún más bajo, sólo 4,4% y, más importante aún, la brecha laboral general entre blancos y negros era menor que nunca. O que resulta imposible se entienda que los asesinatos policiales de negros disminuyeron casi un 80% desde finales de los años 60 hasta la década de 2010, mientras que los asesinatos policiales de blancos se han estancado, o que de los 1.000 muertos por la policía por año, la mitad son blancos y un cuarto son negros y de ellos, menos del 4% involucra a un oficial blanco y un hombre negro desarmado. En un mundo donde la verdad significa muy poco y las preconcepciones obstinadas parecen ser lo único real, ¿qué esperanza hay para el comportamiento racional?

Pero fundamentalmente esto es una continuación de lo que ya estaba sucediendo. Vivimos en una era de intolerancia y sinrazón propiciadas por una minoría con ansias totalitarias que ha encontrado una veta de supuesta injusticia social para cargar culpas contra quien se le opone. Desde la educación superior hasta la esfera política, desde los nuevos medios de comunicación hasta los círculos de activistas, la censura autoritaria de esta gente es rampante. Nuevas ortodoxias emergen con una velocidad extraordinaria y se hacen cumplir con rigor. Tener una opinión diferente sobre género o raza es comprar el pase al exilio. Cuestionar el evangelio de la identidad de género, preguntar en voz alta si realmente existe el privilegio blanco, negar la verdad del Fin de los Días predicho por el cambio climático, implica asumir un riesgo personal importante.

Digámoslo como es. Es reeducación. Podrán usar un lenguaje más florido que los Guardias Rojos, hablando de “una reorientación radical de nuestra conciencia” en palabras del famoso autor Ibram Kendi. Pero equivale a la misma aplicación de la ortodoxia vista en la historia. Es hora de hacer frente a esta Revolución Cultural. Hay que saber que el goteo de una narrativa intelectual dirigida a destruir los valores occidentales y avergonzar públicamente a cualquiera que se resista a la corrosión ideológica está aquí para quedarse. No se trata de defender a los traficantes de esclavos. Se trata de defender la razón, la libertad, el derecho a disentir y el pluralismo, sin temor a la lapidación en la plaza pública. Contra ellos, mejor volar bajo y aferrarse al viejo Estado de Derecho, tan frágil, tan precioso. Solo él puede contener la ola moralista que avanza por todas partes.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el viernes 12 de junio del 2020.