El fantasma del progresismo

Miguel Ángel Martínez | Sección: Historia, Política

El término “progresismo” suena bien en nuestros tiempos. Literalmente, progresar significa “moverse hacia adelante”. La idea de que la humanidad puede progresar, o de que está “condenada” al progreso, se popularizó con la Ilustración. Anteriormente existieron otras formas de concebir la realidad social, entendiéndose, por lo general, que su composición obedece a situaciones que tienden a repetirse de forma cíclica. Pero a partir del siglo XVIII, y como consecuencia de las ideas divulgadas por les philosophes, así como del paulatino avance de la economía capitalista, los occidentales comenzaron a persuadirse de que el ser humano no sólo puede aspirar a mucho más de lo que le ofrece su circunstancia actual, sino de que ésta puede ser voluntariamente modificada mediante la razón.

A estas ideas se debió, en buena medida, el hecho de que ciertas pugnas políticas que tuvieron lugar en la Europa y América de aquel tiempo adquirieran el talante de revoluciones. Ese fue el caso de las revoluciones americana y francesa, así como de la independencia de América Latina. La idea misma de revolución se erigió como justificación y materialización en política de un ideal netamente moderno: el de la posibilidad de rehacer a voluntad los fundamentos y propósitos de la comunidad política.

Acontecimientos de tan gran escala impactarán profundamente en filósofos como Kant y Hegel, quienes a su vez se ocuparon de pensar sendas filosofías de la historia. Sus aproximaciones al respecto serían fundamentales en la evolución del pensamiento político y se verían luego alimentadas por hechos típicamente decimonónicos, tales como la revolución industrial y la popularización de la teoría de la evolución de las especies. El resultado de tales tendencias fue el fortalecimiento de una idea que se convirtió en creencia fundamental de la Modernidad: la idea de progreso. A partir de entonces, lo normal es que tendamos a pensar que la Humanidad —entendida así, como sujeto colectivo— está destinada al progreso y al mejoramiento perpetuo.

Ahora bien, es necesario tener en cuenta que esa perspectiva común y moderna que concibe la historia como progreso evolucionó por diversos derroteros alternos. Mientras Kant ha sido fundamental en la fundamentación de una perspectiva liberal en política —dada la importancia que asigna al individuo y a su responsabilidad moral—, las ideas de Hegel derivaron en la interpretación de la historia como el movimiento necesario de fuerzas estructurales que superan al individuo. A partir de ahí sería Marx quien, a través de su perspectiva materialista-dialéctica, desarrollaría una filosofía de la historia que sirve de base al comunismo moderno.

Se observa entonces que tanto el liberalismo como el marxismo —y, entre ambos, la socialdemocracia— son hijos de esta concepción moderna de la historia: ambos se consideran a sí mismos como los genuinos portadores de las banderas del progreso. Sólo los conservadores —un sector político escasamente articulado y poco dado al internacionalismo— parecerían no aspirar directa o necesariamente a la defensa de este ideal del progreso. Por lo tanto, en teoría debería considerarse como progresista a todo actor político que promueve el cambio y que, en líneas generales, se opone al conservatismo. En definitiva, hablar de progresismo es hoy una tentativa de reunir a la izquierda y al centro político en un mismo frente.

En principio, eso es lo que parece proponerse la nueva Internacional Progresista. Es interesante el hecho de que una buena parte de los titulares de la prensa global que reseñaron su surgimiento hayan insistido en que esta organización nace para “contraatacar” o “enfrentar” a la “derecha y a la extrema derecha global”, a las cuales, curiosamente, consideran muy organizadas. Con Bernie Sanders entre las cabezas de la iniciativa, la nueva Internacional parece responder sobre todo a las coordenadas del debate político estadounidense, donde ser liberal significa también formar parte de un amplio espectro que va desde el centro hasta la izquierda política.

No obstante, el vocablo adquiere matices distintos en otras partes de Occidente. Tanto en Europa como en América Latina el término progresista suele ser empleado coloquialmente para referirse a fuerzas políticas entre las que no siempre se cuentan las organizaciones liberales o centristas. A menudo es un eufemismo para designar no sólo a organizaciones que, por lo general, responden a un perfil socialdemócrata, sino también a izquierdas que mantienen una abierta simpatía por el comunismo, pero que por razones tácticas no siempre desean hacer explícita esa bandera.

Ahora bien, mientras el término progresista puede tener pleno sentido en el caso de una socialdemocracia respetuosa de los principios fundamentales del liberalismo político, suena en cambio un tanto contradictorio cuando se emplea para designar a sectores que simpatizan o defienden aspectos propios de una ideología como la comunista. Tras el desplome de la Unión Soviética y la suerte seguida por otros regímenes afines —desde el reformismo capitalista chino a la ortodoxia marxista de Cuba o Corea del Norte—, al comunismo más bien debería considerársele hoy como una posición retrógrada y antiprogresista.

En este sentido, preocupa el hecho de que varios de los fundadores de la nueva Internacional no sólo militen en partidos comunistas o hayan sido en su momento miembros de una socialdemocracia cada vez menos liberal —alejada de las posiciones que hoy ostenta, por ejemplo, la Internacional Socialista—, sino que además han venido asumiendo posiciones que difícilmente conjugan el ideal de la igualdad con la defensa de la libertad. Cabe señalar, por ejemplo, que prácticamente todos los miembros de la flamante Internacional Progresista se han empeñado sistemáticamente en defender a los regímenes castrista y chavista en Cuba y Venezuela, respectivamente.

Si además observamos que muchos de ellos integran ya el Foro de São Paulo y el Foro de Puebla, parece claro que esta nueva organización nace con el propósito de polarizar el escenario político occidental a su favor, aprovechando la dinámica populista generada por Trump en los Estados Unidos para hacer más o menos lo mismo que él, pero al revés, e incorporar así a vastos sectores de ese país en las agendas políticas de lo que en algún momento se ha llamado “Socialismo del Siglo XXI”, que viene haciendo estragos en América Latina y Europa —sobre todo la mediterránea—.

En definitiva, conviene que quienes defienden los valores políticos de la libertad, la moderación y la concordia evalúen con cautela lo que, en este caso, se encubre detrás del término progresismo. La eventual reedición de viejos fantasmas en un año crítico como el 2020 podría ser un pésimo augurio de cara a la inminente necesidad de reconstruir un mundo devastado por la pandemia.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el martes 02 de junio del 2020.