Comprender el tiempo histórico

Alejandro San Francisco | Sección: Historia, Política

Una de las tareas más apasionantes de la vida intelectual o de la acción política consiste en intentar comprender adecuadamente el propio tiempo histórico. No es, como podría pensarse a primera vista, una tarea simple.

No se trata solamente de conocer ciertas variables que se repiten hasta la saciedad en los análisis de prensa o en los congresos de especialistas, tales como el PIB de un país –total y per cápita–; las cifras correspondientes a determinados datos cuantitativos, como la población, niveles de pobreza o analfabetismo, porcentaje de desempleo o esperanza de vida. Todo eso, ciertamente, forma parte de cualquier análisis de la realidad, pero no la agota; entrega información, pero no define la etapa de desarrollo en que se encuentra una sociedad, entre otras cosas, porque la complejidad del desarrollo exige otros elementos cualitativos que permitan entregar una información más rica y válida para llegar a buen puerto: progreso social, realización personal, equidad, oportunidades y movilidad social son algunos de ellos.

De hecho, si miramos las noticias que han acaparado la prensa en los últimos meses, veremos que parten de un dato de la realidad que cambió todos los pronósticos. El coronavirus no solo alteró el ritmo de la política, sino que redefinió completamente las formas de vida social, la paralización y los resultados de la actividad económica, así como las prioridades de los gobiernos. Las noticias cambiaron de horarios y de tono, el mundo disperso se volvió uno solo, lamentablemente unido por una enfermedad que causa muchas muertes, destruye empleos, empobrece a la sociedad, genera desconfianzas y modifica sustancialmente el estilo de vida libre al que estaban acostumbradas gran parte de las naciones del orbe.

Como suele ocurrir, muchos no lograron ver lo que significaba el coronavirus y las consecuencias que provocaría en sus respectivos países, aunque era su deber estar alertas, observar profundamente y resolver bien. La historia muestra muchos ejemplos de incapacidad de los gobernantes para entender el momento histórico que vivían, que después se han convertido en hitos cruciales de la trayectoria de la humanidad. Luis XVI pensó que vivía una rebelión tras la Toma de la Bastilla Francia, y tuvieron que advertirle que se trataba de una revolución; muchos vieron en el ascenso de Hitler una buena posibilidad de detener a otros adversarios políticos (los comunistas, por ejemplo) o bien no lo combatieron en el plano internacional, para evitar la guerra: ésta igualmente sobrevendría, para lamento de los pusilánimes y del mundo entero.

El coronavirus ha demostrado exactamente lo mismo, como se ha visto en estos meses y como se conocerá mejor cuando se pueda estudiar la historia política de este momento histórico. Ahí se apreciarán con más claridad los gobiernos que fueron capaces de anticipar o bien resolver a tiempo las dificultades, ciertamente con problemas y con lamentaciones (las muertes y la crisis económica aparece como lo más evidente). Como contrapartida, estarán aquellos que minusvaloraron el problema, que antepusieron sus propias ideas a la ciencia, privilegiaron sus decisiones a las de asesores mejor informados y bien intencionados, tardaron cuando cualquier demora significaría más muertes y no detendría el desastre económico sobreviniente. En otras palabras, fracasaron por no comprender el tiempo histórico que debían enfrentar.

Lo que vale para los gobiernos también tiene relevancia para las empresas, los sindicatos, los medios de prensa, los trabajadores, las familias, los clubes deportivos y tantas organizaciones que obviamente no deben lidiar con miradas globales, pero sí requieren entender el mundo en el cual viven, con sus posibilidades y limitaciones, para adoptar las decisiones adecuadas y oportunas. Los maximalismos son suicidas en tiempos de crisis, pero los abusos son inaceptables en tiempos de normalidad y también en las horas difíciles; la austeridad no es una simple medida económica, sino que es una virtud que debe ser vivida siempre en la administración de los recursos públicos y privados; el trabajo colaborativo es esencial para superar las dificultades, mientras que la división (en forma de individualismo o de lucha de clases) solo puede conducir a peores resultados.

Dentro de esta colaboración, ocupa un lugar fundamental la articulación que debe existir entre los gobernantes y los gobernados, entre los sectores dirigentes y los ciudadanos, aquellos que toman decisiones y los que deben acatarlas aunque signifiquen restricciones a la libertad o a otros derechos en tiempos de crisis. En estos meses se ha comprobado que la confianza o desconfianza hacia los gobernantes juegan un papel fundamental para enfrentar adecuadamente los problemas sanitarios. Por otra parte, también ha quedado demostrado que las políticas públicas solo tienen resultados positivos cuando están apoyadas en la responsabilidad personal y la colaboración social, es decir, cuando las normas están sustentadas en un sustrato cultural que las hace más efectivas.

Se le atribuye a Gilbert K. Chesterton haber definido la mediocridad de esta manera notable: es estar cerca de lo grande y no darse cuenta. Lo mismo se podría decir frente al tiempo histórico y la actitud que deben tener los gobernantes. Un problema mayúsculo, una oportunidad impensada, un talento que no se puede desaprovechar, una injusticia que se debe evitar y tantas otras cosas que ocurren y no se ven, o que se ven y se dejan pasar o que no son capaces de resolver, muestran diferentes caras de la mediocridad. Por el contrario, aprovechar las oportunidades, cerrar el camino a la injusticia y combatir los males que se presentan con decisión y en el momento adecuado son manifestaciones evidentes de sabiduría, buen gobierno y determinación.

Ortega y Gasset tenía razón cuando afirmaba que los estadistas debían tener esa forma de intelectualidad que llamaba “intuición histórica”. En su ensayo Mirabeau o el Político explicaba que debe “preceder una prodigiosa contemplación” a la acción que le corresponde realizar en sus funciones públicas. La vida diaria y el dinamismo de la política muchas veces hacen difícil un pensamiento adecuado, fino, con tiempo, que permita tomar las decisiones que corresponde. Por lo mismo, no basta con saber ganar elecciones, sino que es necesario prepararse larga y adecuadamente para las importantes y difíciles funciones gubernativas, además de tener la capacidad para ejercer el poder con intuición histórica. Después de todo, los tiempos son difíciles y todo indica que seguirán siendo complejos, y no darse cuenta de ello es el camino más corto hacia un fracaso seguro.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el domingo 3 de mayo de 2020.