La hora de la muerte

Alejandro San Francisco | Sección: Historia, Vida

La Semana Santa es una de las fechas más tristes y hermosas del calendario cristiano, que recuerda la muerte y resurrección de Jesús. Este 2020, esta conmemoración coincide con un mundo afectado por la pandemia del coronavirus, en un momento que hemos llegado a una cifra simbólica: ya son más de 100 mil muertos en total, con Italia y Estados Unidos que han superado los 20 mil, mientras España se acerca rápidamente a esa cifra.

Si lo miramos en perspectiva, desde que irrumpió el tema en China, la verdad es que el coronavirus nos ha cambiado la forma de ver las cosas y los medios de comunicación –a los que debemos incluir las redes sociales– nos han tenido durante tres meses hablando de contagios y muertes día a día, con una precisión nunca antes vista en la historia. Cada jornada las autoridades políticas de los distintos países informan que hubo 3 muertos, o 30 o 200, 700, incluso 2.000 en las últimas jornadas. Así en Francia, Nueva York, Brasil, algún país de África y en cada país afectado por la enfermedad. A ello se suman otros asuntos relacionados: apilar cadáveres en algún momento (Italia), la construcción rápida de fosas comunes (Estados Unidos), decenas de cuerpos tirados en las casas o calles (Ecuador) y tantas otras formas de enfrentar la enfermedad y la muerte con rasgos propios de la deshumanización.

La Semana Santa y las circunstancias que vive el mundo hoy nos han llevado a pensar en el tema de la muerte, por convicción religiosa o por obligación. Es verdad que tenemos la certeza de que todos moriremos, pero pensar en la muerte ocurre solo en contadas ocasiones, habitualmente dramáticas: terremotos u otros desastres naturales, las guerras y también las enfermedades que contagian y matan antes de que la medicina avance y logre detener el mal. Por lo mismo, no es habitual que la muerte forme parte de las reflexiones cotidianas, aunque su relevancia en la literatura, la historia o la filosofía –por ende, en la vida real– son indudables, todas las cuales muestran la evolución sobre la aproximación a la vida y al fin de la existencia y los cambios que se producen por las transformaciones en el pensamiento religioso o la evolución de las sociedades.

No es casualidad que algunos de los poemas más profundos y dramáticos de la lengua castellana nos hablen de la muerte, en especial por los deseos y la esperanza de llegar a la vida eterna, como se aprecia en la mística de San Juan de la Cruz, una de las cumbres de las letras de habla hispana: “Cuando me pienso aliviar/de verte en el Sacramento,/háceme más sentimiento/el no te poder gozar;/todo es para más penar/por no verte como quiero,/y muero porque no muero”. Lo mismo, ciertamente, se puede contemplar en la poesía de Santa Teresa: “Sólo con la confianza/ vivo de que he de morir,/porque muriendo, el vivir/me asegura mi esperanza./Muerte do el vivir se alcanza,/no te tardes, que te espero,/que muero porque no muero”. No era el deseo de la muerte, sino de ver a Dios, lo que motivaba los versos de esos santos.

Para el siglo XX las cosas habían cambiado. Se produjo “el triunfo de la vida” y la descristianización, como señala Michell Vovelle en Historia de la Muerte (Cuadernos de Historia, N° 22, Universidad de Chile, 2002). Esto significó, en primer lugar, una baja considerable en la cantidad de muertos por cada mil habitantes, así como un aumento en la esperanza de vida, aunque debamos descontar en el análisis tanto las dos feroces guerras mundiales como los genocidios que se repitieron en el siglo XX, especialmente bajo el nacionalsocialismo y el comunismo. Sin embargo, es evidente en todos los continentes que el desarrollo económico-social, la mejor alimentación y el progreso científico, especialmente de la medicina, lograron ampliar las expectativas de vida, como es posible apreciar hasta hoy.

Quizá por estos cambios se produjo también una aproximación distinta al problema de la muerte. La literatura mantiene la vigencia del tema, y de manera notable, pero muchas veces sin sentido de trascendencia divina. Así lo prueban los hermosos y terribles Poemas de Guerra, de Wilfred Owen (Barcelona, Acantilado, 2011), quien ahora califica de “vieja mentira” aquella repetida idea de que es “dulce et decorum pro Patria mori”. Del dolor terrible de la muerte habla Miguel Hernández, en su Elegía, después de perder a su amigo Ramón Sijé: “No perdono a la muerte enamorada/No perdono a la vida desatenta/No perdono a la tierra ni a la nada”. La rebeldía de Alejandro Flores Pinaud se expresa también con amargura tras perder a su mujer: “¡Fui rebelde Señor, pero tú te vengaste!;/Y… Fue cruel tu venganza y el dolor que me diste;/Te llevaste a la amada que tú mismo formaste/¡Como el agua de clara! ..como todo de triste…/ Fue una noche de enero, tibia, azul, luminosa;/Su alba carne de ensueño palpitó estremecida/al sentir en su vientre la tortura gloriosa/de otra vida pequeña que llegaba a la vida…” Era la resistencia del enamorado ante la muerte de la persona amada.

El tema, como sabemos, no afecta solo a los no creyentes. C. S. Lewis, cristiano y apologista de la fe en muchas de sus obras, explicó claramente el significado del sufrimiento y de la muerte, y de su dimensión cristiana, en El Problema del Dolor (1940). Sin embargo, cuando falleció Joy, su mujer, escribió otra obra y con un giro distinto: Una Pena Observada (1961), en la cual el escritor británico experimenta una especie de rebelión no teórica, sino vital, por el sufrimiento y la pérdida experimentada.

En los últimos meses nos hemos mirado con la muerte cara a cara. En este camino hemos visto cosas hermosas y heroicas: entre ellas, el trabajo intenso, infatigable, de médicos y del personal de los hospitales que luchan por una atención humana, por cuidar las vidas de acuerdo a sus juramentos y por superar las dificultades propias de la falta de implementos. Hemos visto a mucha gente en la sociedad haciendo sacrificios por mantener a sus familias en cuarentena o cubriendo algunas áreas que no pueden descuidarse laboralmente. La mayoría de la gente y de las autoridades han privilegiado la vida sobre otros bienes cuando ellos colisionan. En fin, salvo aquellas excepciones de siempre –los frívolos, los pedantes, los irresponsables que siguen sin entender y violan las normas de seguridad propias de estas circunstancias– la gente ha cumplido con las restricciones impuestas y, por lo mismo, ha contribuido a respetar la vida.

Pasarán los meses y tendremos nuevos lamentables resultados: cientos de miles de muertos, quizá lleguemos al millón de muertos o más. Fallecerá personal médico y de enfermería, ancianos en residencias, sacerdotes, indocumentados, personas en situación de calle, anónimos que nadie reconoció, seres humanos, nada menos. Personas que murieron, esta vez por una pandemia como en otras ocasiones por accidentes, enfermedades o por la edad. Ojalá que esta situación dramática nos enseñe algo, que esta vez las sociedades y las personas aprendan de lo que hemos vivido este 2020, lo que en modo alguno debe darse por descontado.

Uno de los mayores riesgos de la actual situación mundial es que la muerte se convierta en estadística y que terminemos deshumanizando la vida. También suponer que las políticas públicas pueden reemplazar la responsabilidad personal cuando queremos avanzar hacia una sociedad mejor. Otro riesgo es suponer que la vida y la muerte son meros accidentes, cuando en realidad son dos momentos, dos oportunidades dentro de la existencia humana, que debemos aprovechar, al cien por ciento, para hacer el mayor bien posible, para servir intensamente y –como decía Thoureau– “para no, al morir, descubrir que no había vivido”.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el domingo 12 de abril de 2020.