En medio del desastre, la fe

Mathieu Bock-Côté | Sección: Religión

La noticia nos llega del norte de Italia, una de las regiones más afectadas por la actual pandemia. En Bérgamo y sus alrededores hemos sabido de la muerte de una veintena de sacerdotes que habían decidido acompañar a los enfermos poniendo en riesgo sus vidas para cumplir con su sacerdocio. Nuestro mundo, a menudo, sólo ve al sacerdote a través de la figura del más siniestro abusador. Pero aparece aquí bajo el signo del martirio. Como si, ante la más terrible prueba, algunos sacerdotes no pudieran más que llevar su fe hasta el sacrificio, cuando todos, y quizás incluso los creyentes en ciertos momentos, temen en lo más profundo de su ser la entrada en una noche helada y eterna. La presencia de un sacerdote en ese momento permite introducir un grano de esperanza, impulsando al hombre hacia una última oración consoladora. En medio de una hecatombe de la que no pueden escapar, estos sacerdotes tienden la mano de la misericordia.

La presente crisis nos obliga a todos a plantearnos una pregunta que nuestra civilización tiende a arrinconar tanto como puede, la de la muerte, que se presenta al hombre bajo el signo de lo inexplicable y de lo inevitable. Los avances médicos permiten posponer la muerte lo más tarde posible, dando tanto al hombre común como al enfermo preciosos años suplementarios, a veces décadas. Pero en última instancia, posponer el plazo final no permite abolirlo. La muerte sigue siendo un escándalo existencial.

En realidad, el hombre se resigna a morir muy viejo, dejando un mundo que le es cada vez menos familiar. Lo llega a hacer, incluso, con cierta serenidad, como Chateaubriand en las últimas líneas de Memorias de Ultratumba. Esta actitud es menos fácil cuando una cruel enfermedad precipita el fin, cuando no se esperaba. Puede que no muera mañana mismo, pero experimenta su fragilidad existencial íntimamente y se encuentra indefenso. Lo mismo puede decirse de la epidemia que pone a cada uno ante la angustia de la aniquilación.

La religión bien entendida no se presenta como un conocimiento del hombre alternativo al que proporcionan las ciencias, sino que se sitúa en otra dimensión, que se solía llamar sagrada o trascendente, y que está anclada en la conciencia de la finitud humana. Parece, sin embargo, ininteligible para la modernidad, que quiere ver en ella una superchería cuyos últimos residuos deben ser eliminados. Esto es lo que ha impulsado a muchos, en las últimas décadas, a hacer todo lo posible por desritualizarla, para liberar a la espiritualidad de las limitaciones simbólicas supuestamente anticuadas y darle la oportunidad de la “autenticidad«. Se ha olvidado que la liturgia no era sólo una puesta en escena teatral, sino un lenguaje que llega a regiones inexploradas y ahora abandonadas del alma humana. Esto ha contribuido a una forma de desarrollo civilizatorio.

Porque, como Chesterton había adivinado, el hombre que deja de creer en Dios no es que crea de repente en nada, sino en cualquier cosa. Quien renuncia a Cristo acaba refugiándose a menudo en los espejuelos de la nueva era. El hombre moderno no se ha alejado de la religión de sus padres para adherirse a un ateísmo marcial y heroico o a un agnosticismo inquieto, sino para, demasiado a menudo, abrazar supersticiones regresivas que hacen la fortuna de vendedores de talismanes y baratijas. Renan, que no era precisamente un santurrón, escribió en sus Études d’Histoire Religieuse que “la religión es ciertamente la más alta y entrañable manifestación de la naturaleza humana”. El hombre que se arrodilla para rezar no renuncia a una comprensión racional del mundo, sino que reconoce que el mundo se presenta en última instancia como un misterio al que la cruz da la posibilidad de una respuesta encarnada.

Daniel-Rops, en L’Église de la Cathédrale et de la Croisade, hizo esta simple pregunta: “si con el Claudel del «Zapato de Raso» nos preguntamos qué llevó a esos miserables, a esos patanes, a esos zafios, a esos tacaños, a esos roñosos, a ver en el mundo tantas maravillas, la única respuesta son dos palabras: ellos creían”. Probablemente podría decirse lo mismo de los sacerdotes de Bérgamo, que han encontrado en su fe la capacidad de un último sacrificio, el más insensato de los dones para quienes se empeñan tercamente en ver el mundo dentro de los límites de un estrecho materialismo: el de su propia vida para ofrecer una última oración. No todo el mundo tiene que hacer lo mismo en estos momentos de necesario y generalizado confinamiento. Pero no está prohibido confesar la admiración conmovedora ante aquellos que han creído más allá de todo y han asumido su vocación hasta el martirio.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Le Figaro y traducido por Jorge Soley para Infocatólica, donde fue publicado el martes 31 de marzo de 2020.