Contar muertos

Felipe Widow L. | Sección: Política, Sociedad, Vida

Según el estudio del Imperial College que hizo cambiar de política a Boris Johnson (para sumarse a las medidas más duras y restrictivas), el peor escenario para el Reino Unido, sin hacer nada, era de 500.000 muertos. En un año normal hay 600.000. Lo obvio es que una y otra cifra se superpongan, pero hagamos como si no: aun así, ni siquiera se dobla el número anual de muertos. ¿A cuántos funerales vamos cada año? ¿Cuántos parientes o amigos cercanos se nos mueren? Multipliquemos por dos: esa es la magnitud sensible de la enfermedad, en la más negra de las previsiones. ¿Hay proporción entre ese panorama y el camino por el que los Estados han decidido transitar, con todas sus terribles (y, en muchos órdenes, aún imprevisibles) consecuencias de corto, mediano y largo plazo?

Podría decirse que éste es un cálculo inhumano, porque trata a las personas como si fueran números. Pero es al revés: en España, durante marzo murieron 8.000 personas por covid 19, lo cual fue un drama seguido en vivo a través del mediático conteo diario de los muertos. Pero, en el mismo lapso y por causas distintas del coronavirus, en la propia España murieron otras 30.000 personas, en las que nadie se detuvo a pensar. ¿Y si nos pusiéramos a contar a todos los muertos, en vez de sólo los del covid? ¿Por qué esas otras 30.000 muertes son invisibles? Porque están dentro de los márgenes que el sistema estima razonables… 

Lo cierto es que la crisis no consiste en que se muera mucha gente, sino en que se revela la impotencia de los sistemas sanitarios. Y que ello hace visible la muerte, lo cual resulta intolerable para una sociedad acostumbrada a vivir de espaldas a ella.

Y cuantos más muertos contamos, más intolerable (hagan el ejercicio de poner una nota crítica o irónica, sobre la alarma colectiva o la dureza de las medidas, en alguna red social. Verán la furia, cargada de moral…).

Y cuanto más intolerable, más dispuestos a que se haga lo necesario para corregir esto. Es que el ejercicio colectivo de contar muertos, además de promover el pánico, dispone a la aceptación acrítica de cualquier medida que prometa detener ese conteo. ¡Lo que sea! (Corea del Sur es el modelo, ¡con su brutal violación de la más elemental intimidad de la vida personal! Y ni qué decir de la libertad, hasta ayer tan apreciada por el Occidente liberal…).

¡Son vidas humanas! Nos grita la moralizada masa, a la vez que se echa a correr a toda velocidad para dar un salto al vacío. ¿Y las vidas que se perderán como consecuencia de la terrible crisis económica en la que nos hundimos? Ah! Pero es que esas, literalmente, no cuentan: no hay modo de contarlas…

Y así, contando muertos (pero sólo algunos) nos adentramos en un túnel del que no sabemos cuándo se sale ni, menos aún, qué mundo se asoma al otro lado: ¿cómo será el poder y quién lo tendrá en una sociedad en que el estado de excepción se ha hecho norma? ¿Qué nuevas libertades habremos rendido al Estado para que nos garantice la vida?

Y ojo, que no se trata de pensar en alguna enrevesada conspiración, sino de advertir la inevitable aceleración del curso lógico de la vida moderna, sus instituciones y sus sistemas, que se dirige por su propio peso a un extraño totalitarismo, deseado y exigido por los sometidos.