Constitución y Persona

Max Silva A. | Sección: Política, Sociedad

Aunque parezca de Perogrullo, uno de los aspectos más importantes de una Constitución es el real valor que tenga la persona humana al interior de la misma, lo que va mucho más allá de las meras declaraciones que puedan hacerse en el documento en cuestión. Y dentro de otros, existen al menos dos elementos clave que deben ser tomados en cuenta.

El primero es determinar si la Carta Fundamental “reconoce” u “otorga” una especial dignidad a la persona. La diferencia entre ambas posibilidades es fundamental, pues en el primer caso, se trata de un muro infranqueable que debe respetar sin excepciones y a partir del cual construir su andamiaje jurídico; en cambio si sólo la “otorga”, se trata de una cualidad no esencial, que podría o no asignarle a los sujetos de un país, pudiendo por ello dejar excluidos de dicho estatus a sectores más o menos amplios de la población.

Luego de este punto esencial y como segundo elemento en parte derivado del mismo, la mayor o menor valía que se otorgue a la persona dependerá de cuánta libertad se le permita ejercer, sabiéndose de antemano que una libertad total y absoluta resulta imposible, por elementales razones de convivencia. Mas lo importante aquí es que mientras más labores absorba el Estado (y que por consiguiente quite a los particulares), menos esferas de autonomía tendrán las personas y viceversa.

En efecto, si la organización jurídica, política y económica de una Constitución deja poco o nada a la iniciativa privada, o si se prefiere, al desenvolvimiento y originalidad de los sujetos regidos por ella, no sólo los está esclavizando en cierto modo, sino que de alguna forma, hace traslucir una gran desconfianza y/o una muy poca fe en las personas. Ello, pues les quita autonomía, ya sea porque considera que gracias a ella se producirán abusos o inoperancias, respectivamente.

Dicho de otro modo: un desmesurado intervencionismo estatal en las diversas esferas de la vida, hace traslucir que para una óptica semejante, los gobernados son más o menos malvados o más o menos estúpidos, lo que explica que desconfíe completamente de ellos. Afortunadamente, para esta visión, ahí se encuentra el Estado y sus guardianes para poder enrielarlos a todos, por el bien de ellos mismos. “Todo para el pueblo pero sin el pueblo”, podría decirse, al más puro estilo del despotismo ilustrado.

De ahí que haya que tener bastante cuidado con la organización y las atribuciones que una Constitución otorga al Estado y los diversos organismos que lo componen, pues también es común que este gigantismo de lo público, se justifique o fundamente aduciendo un mejor servicio y preocupación por las mismas personas a las que termina aprisionando.

Por tanto, en una época en que la autonomía individual es un bien tan apetecido y celosamente defendido, lo más opuesto a ella es un Estado gigante que pretenda sustituir el ejercicio y los frutos de dicha autonomía.

En el fondo, todo lo dicho hasta aquí podría también justificarse preguntándose qué depende de qué para existir: si las personas del Estado o el Estado de las personas. Ahora, puesto que por una simple razón de causalidad, es el Estado el que está formado por las personas –al punto que no existiría sin ellas–, debiera primar esta última, lo que a su vez, obliga a que la persona sea la verdadera piedra angular de cualquier orden constitucional que realmente esté a su servicio y no lo contrario.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por diario El Sur de Concepción. El autor es Doctor en Derecho y Director de la carrera de Derecho de la Universidad San Sebastián.