De la rabia a la “paz”

Felipe Widow L. | Sección: Educación, Familia, Historia, Política, Religión, Sociedad

A pocas horas del acuerdo constitucional entre oficialismo y oposición, una persona cuestionaba, supongo que con ingenuidad, la desconexión que había entre ese acuerdo y la rabia expresada en la calle, y señalaba la urgencia de preguntarnos qué hemos hecho mal y de buscar las causas de esa rabia para incorporar los remedios en el proceso constituyente. 

A mí me parece que esa pregunta no es tan difícil de responder:

Hicimos de Dios un concepto (que afirmamos o negamos, pero siempre separado de nuestra realidad), destruimos la familia,  transformarnos la religión en un extraño accesorio, acabamos con todo principio de autoridad, hicimos del egoísmo, la codicia y la envidia el motor económico (y de toda la vida social, que redujimos a vida económica), normalizamos la injusticia (no sólo de los poderosos, aunque esta sea más grave por sus consecuencias sociales, sino también del funcionario detrás de una ventanilla, del inspector municipal, del vecino que sólo cuida su interés y desprecia el de los demás), generamos un individuo desarraigado, hedonista y consumista, (nos) engañamos afirmando que todo lo anterior se resolvía mediante cambios estructurales que no necesitaban de la virtud personal (esa gran olvidada en todos los discursos y todas las demandas), inventamos y prometimos toda clase de derechos, dijimos que el fin de la educación era la transformación social, subvertimos el más elemental sentido común moral, trastocamos las bases de la identidad personal y la normalidad psicológica, reemplazamos los libros por las pantallas y las ideas por las imágenes…

En síntesis, no creo que las causas profundas de la rabia y la violencia estuviesen muy ocultas. Tampoco estaba oculta la completa incomprensión, incapacidad e irresponsabilidad de la clase política dominante -y de otros muchos actores sociales- para hacerse cargo de esas causas y buscar soluciones verdaderas.  

Esas soluciones verdaderas tampoco han estado ocultas (aunque nos hemos hecho ciegos a ellas): por supuesto hacen falta leyes, políticas públicas y discursos programáticos, pero sólo como un remedio secundario y subordinado. La única auténtica solución es de largo plazo y excede aquellos instrumentos: exige regenerar el tejido social mediante el fomento de las virtudes personales y políticas, volver a los fundamentos de nuestra tradición cristiana (no a sus meras formas exteriores), erradicar la ideologización de la sociedad civil y reemplazarla por auténtica politicidad, que es atención a la justicia y el bien común. El programa de tal cosa no cabe en esta columna, pero incluye la reconstrucción del matrimonio, la restauración de las universidades (esos centros de ideologización que enseñan a no pensar libremente), la recuperación de la libertad de enseñanza y de la escuela al servicio de la educación familiar, el combate franco a los flagelos de la droga y la pornografía (las cadenas que consuman la esclavitud de nuestros jóvenes a sus pasiones, que es el pasto seco para el incendio revolucionario, como hemos visto en estas semanas), el fin de la brutal segregación social de nuestras ciudades, la erradicación del trato denigrante y abusivo que sufren demasiado frecuentemente los más desposeídos (en los hospitales, el transporte, los servicios públicos, sus trabajos…), el término del rol idiotizante y/o ideologizante de los medios de comunicación, el redescubrimiento de una actividad cultural al servicio de la belleza, la verdad y el bien, y un larguísimo etcétera… 

Lo que sí estaba más oculto, hasta hace algunas semanas, es el poder de un sector revolucionario, pequeño pero activo y organizado, para poner en marcha aquella rabia en favor de sus intereses. El instrumento de ese sector, de cualquier manera, no es nuevo: la manipulación de la masa por la mentira y el resentimiento, y el chantaje de la violencia. Y, no menos importante, la pasiva complicidad de los tontos útiles. Esos revolucionarios, hoy -tras el acuerdo “por la paz”-, celebran silenciosamente, porque saben que han obtenido una victoria formidable y han descubierto la magnitud de su poder, que sin duda volverán a usar tanto cuanto sea necesario para alcanzar su objetivo: una asamblea constituyente que les entregue el poder total en bandeja de plata. Son tan hábiles en los pasillos políticos como violentos en las calles, y sin real fuerza popular ni representación sustantiva, consiguen que todos los demás se rindan ante su poder. 

¡Oh, no! No es la asamblea constituyente, cualquiera sea el nombre que le pongan, lo que nos va a conquistar la paz. Aún hay tiempo de reaccionar al chantaje de los violentos, pero las agujas del reloj se está acelerando. Roguemos a Dios para que se opere el milagro y, ahora sí, despierte Chile.