Ni perdón ni olvido

Mauricio Riesco V. | Sección: Política, Sociedad

El filósofo francés, Michael De Montaigne (S. XVI) era un hombre escéptico, es cierto, pero afirmaba con convicción que “hay más diferencia entre tal hombre a tal otro, que de tal hombre a tal bestia”. Él reconocía que el hombre y la bestia mantienen una asombrosa cercanía cuando aquél hace mal uso de su libertad y voluntariamente se desborda convirtiéndose en un salvaje. Perspicaz el francés, pese a que no le tocó vivir la trágica revolución de su Patria. Pero aquí en Chile, hemos comprobado y sufrido en estos dos últimos meses el acierto de De Montaigne, porque el desenfreno y salvajismo humanos son capaces, incluso, de superar lo que pueden hacer las bestias más feroces, tal como ha ocurrido en las violentas manifestaciones populares de las últimas semanas de sur a norte del país. El libertinaje frenético, resulta ser extremadamente seductor para sus hechores cuando el botín supera el riesgo que corren, que en Chile es igual a cero porque la policía está prácticamente impedida de tocarlos (“se mira, pero no se toca” les ordenaron). Frente a un Estado meramente contemplativo, y amparados los salvajes por el grupo de choque de las Naciones Unidas, la Comisión Internacional de Derechos Humanos, el riesgo solo corre para los que nos debemos defender, no para los que nos atacan.

Lo que está pasando en Chile nos confirma que aún después de muchos decenios, continúa ondeando la implacable consigna de la izquierda marxista chilena: “ni perdón ni olvido”; ese tóxico alimento con que se nutren muchos que, al mismo tiempo, abren sus bolsillos para recibir oportunamente las compensaciones pecuniarias vitalicias y todos los beneficios médicos, educacionales y de vivienda regalados por el Estado, es decir, por nosotros, por habérseles vulnerado sus derechos humanos en el Gobierno Militar (leyes 19.992 y 20.405). Cierto o no -en muchos casos se ha demostrado que no ocurrió como lo aseguraban- me pregunto si existirá alguna consigna más demostrativa del grupo que la proclama. Ni perdón ni olvido, ese lema espeluznante que sus sostenedores lo transformaron en una verdadera jaculatoria satánica, y que junto con provocarnos compasión por los que lo vociferan, produce el mismo escalofrío de una esvástica nazi por todo el significado que contiene. Esa triste consigna resulta ser una pócima que quienes la toman quedan impedidos de perdonar, de olvidar. ¡Horrible condena! Indudablemente, esa contaminación espiritual tiene mucho que ver en los desmanes ocurridos en nuestro país. Es una forma de expresar en los hechos aquel verdadero culto a la doctrina del odio y el terror de la que sus devotos son extremadamente obsecuentes para seguirla.

Por otra parte, ayuda a entender en su contexto la situación actual de nuestro país, conocer los fines e integrantes del Grupo de Puebla, continuador del Grupo de Río y coordinador de la extrema izquierda en Latinoamérica. Se trata de una colectividad de 32 conocidos políticos izquierdistas “comprometidos con la integración y el desarrollo de la región”, entre los que se cuentan un presidente en ejercicio, varios expresidentes y hasta un dictador, también “en ejercicio”. Algunos de sus miembros mantienen procesos abiertos en la justicia de sus países, uno está en libertad condicional, otro prófugo y otro más exiliado, todos por delitos de corrupción, sobornos, lavado de dinero, y chantajes. Fundado en Río de Janeiro el 12 de julio de este año, sus propósitos son “trazar iniciativas conjuntas”, “articular políticas progresistas”, “unificando los movimientos progresistas en la región” (dicho por ellos), y planificar en común la estrategia para terminar con lo poco que va quedando de una derecha valórica, democrática y libertaria (dicho por mí), que para eso se juntan normalmente este tipo de personajes, los prontuariados y sus afines; para complotar. De hecho, ya nadie duda que la asonada extremista que ha sufrido nuestro país corresponde a una estudiada planificación externa, no se trata de pandillas inexpertas ni tampoco de manifestaciones espontáneas. Y el plan no es para aplicarse en Chile únicamente sino para la región en general. Hemos visto, y seguimos viendo lo mismo en Bolivia, en Ecuador y en Colombia, por ahora. Son miembros activos de la banda, entre otros, los exmandatarios Dilma Rousseff y Lula da Silva de Brasil, Evo Morales de Bolivia, Ernesto Samper, de Colombia, Fernando Lugo, de Paraguay, José Mujica, de Uruguay, y Rafael Correa, de Ecuador; el tirano de Venezuela, Nicolás Maduro; el nuevo presidente de Argentina, Alberto Fernández y, naturalmente, su vicepresidenta, Cristina de Kirchner; el ex juez español Baltasar Garzón; y el otro infaltable español, José Luis Rodríguez Zapatero, y se me escapan otros cuantos. De Chile son afiliados a la novel aunque promisoria agrupación, Marcos E. Ominami, Carlos Ominami, los senadores José Miguel Insulza (PS), Guido Girardi (PPD), Alejandro Navarro (PRO) y la diputada Karol Cariola (PC).

Lo lamentable es que también ha contribuido al caos, el sector de lo que hoy habría que llamar la post derecha. Triste fue, por ejemplo, constatar que apenas a los cuatro días de iniciadas las protestas y desmanes, junto con el terror provocado a la población por los manifestantes, comenzó a manar también un combustible adicional para avivar el fuego; me refiero a la desvergüenza y oportunismo de algunos, dándole pábulo a los delincuentes para redoblar sus esfuerzos en la destrucción del país y de todo lo que represente el “sistema” que aborrecen. Lo digo por la cantidad de conmovedores “mea culpa” que comenzaron a pregonar autoridades de gobierno, parlamentarios, empresarios, y organizaciones gremiales, por todo lo que no hicieron antes pero que quieren hacer ahora, dicen. Arrepentimientos públicos muy lastimosos, por cierto, aunque demasiado extemporáneos. La autoflagelación de esos penitentes, además de inédita, dejó un cierto gustillo a súplica de misericordia, olió a un “lo hago ahora porque después será tarde”. Pareciera haberse escuchado algo como “sí, todo eso no lo hicimos antes; en verdad no nos dimos cuenta, perdónennos… pero cálmense, por favor. Les daremos todo lo que pidan”.

Por supuesto que tenemos responsabilidad”, “también tenemos que abrir nuestras mentes (…) Nosotros hoy día tenemos que estar abiertos a todo”, declaraba semanas atrás el presidente de la CPC. “El estallido social de los últimos días forma parte de un grito colectivo fuerte, que tal vez antes solo lo escuchábamos como un murmullo”. Confesaba a los trabajadores, además, que “el deber que tenemos de cuidarlos, y a sus puestos de trabajo, y también de asumir que la empresa no solo somos los empresarios sino los empresarios y nuestros trabajadores…”. Otro ejemplo asombroso fue el de un conocido empresario que, con sorprendente rapidez, informó públicamente por los medios el importante incremento del salario mínimo que tendrían los empleados de sus múltiples empresas, a quienes les revelaba: “Leo el cansancio por no ser escuchados, la indignación por los abusos”.

¿Pero, qué está pasando en Chile? Miren que de “un grito colectivo fuerte” algunos no escuchaban más que unos murmullos, otros que no sabían “leer” ni el cansancio ni la indignación de su gente, aprendieron en pocas horas… Podría ser que las turbas de enajenados hagan ocasionalmente algunos prodigios, pero me pregunto si no resultará algo indecoroso esos cambios de conducta no solo a destiempo sino bajo fuerte presión. En cualquier caso, supongo que alguien tuvo que haber prevenido a esos locuaces arrepentidos que han publicitado sus “mea culpa”, lo que a todos se nos enseña en el Libro de los Proverbios (18, 21), “La muerte y la vida están en poder de la lengua; cual sea el uso que de ella hagas, tal será el fruto que recibas”.

Otro ejemplo impactante lo ofreció el propio Presidente de la República. Su comprensible nerviosismo y desorientación lo llevó a confundirse él y confundirnos a nosotros. En una entrevista a BBC News el 5/11/19, ya iniciados los desmanes y conocidos parte de sus graves resultados, aseguró que los participantes de las múltiples marchas en el país “decidieron manifestarse con toda la fuerza con que lo han hecho, y creo que es una buena noticia para Chile porque representa una democracia y una ciudadanía viva, vital, y que quiere expresarse”. Resulta que esa “buena noticia” fue provocada por una ciudadanía tan “viva y vital” que solo reparar o reponer los daños que han causado a bienes públicos sumaba, hasta hace tres semanas, más de US$ mil millones según cifras dadas por el propio Ministro de Hacienda. Ese “manifestarse con toda la fuerza” no resultó ser tampoco una buena noticia para los miles que han quedado desempleados; para los Carabineros; para las pymes; para la vasta clase media que tanto gorjeo promisorio escuchó durante la campaña presidencial. En fin, en eso se ha traducido, por ahora, la vitalidad de aquellos traviesos manifestantes.

Mirado el problema en la perspectiva del tiempo, no deben ser pocas las explicaciones de este fenómeno, pero hay dos que responden muchas incógnitas: la política y la valórica. Con la primera ha ocurrido que, a pesar de haber terminado el fracasado comunismo duro en Europa oriental, las naciones subdesarrolladas cultural y económicamente en Latinoamérica, siguen propensas a dejarse deslumbrar con espejuelos y son presa fácil del marxismo. Y la causa valórica, mejor dicho la crisis de orden moral que nos ataca, ha debilitado nuestras convicciones, nuestros principios y nuestras referencias. Habiendo sido los nuestros países profundamente cristianos, cayeron todos en las redes de una globalización despótica, la que prácticamente ha exigido renegar de costumbres, tradiciones normas morales y religiosidad si se quiere disfrutar de sus “bondades”, dejando que sus tentáculos consumistas y relativistas rellenen los espacios dejados por los valores cristianos abandonados. Para muchas organizaciones, la crisis de valores es un fin en sí mismo; se nos hipnotiza para que dejemos de lado nuestros compromisos con la ética, con la moral, y de ese modo quedemos aptos para ser conducidos dócilmente a donde quieran llevarnos. 

El progreso, la mejora y la distinción del bien y del mal nos sitúan ante el fondo del problema moral y también ante la realidad de la libertad del hombre, tal como la presenta el cristianismo. No como una ley necesaria de la naturaleza, sino como un combate épico entre el bien y el mal que pasa por la voluntad de cada persona”, escribía Gilbert Keith Chesterton en su libro ‘Ortodoxia’ (1908). Él concluía que “toda esa inmensa madeja de objeciones contradictorias entre sí, no solo no quitan sino que dan razón a la fe cristiana”. Y agregaba, “con la ayuda de muchas lecturas, (uno) se encuentra con el enorme debate que el mundo moderno, de otra manera que el mundo antiguo, ha emprendido contra el cristianismo. Un auténtico griterío de objeciones”.

En fin, ante todo este fatídico y prolongado embrollo, se ha hecho patente la necesidad de un liderazgo rotundo e inequívoco en el Palacio de la Moneda para el 2022. Quien sea capaz de conducir el país no puede abdicar de los verdaderos sustentos valóricos de nuestra patria, por el contrario, parte de su trabajo estará en recuperar los perdidos. Se requiere de alguien que, sin temor, llame a las cosas por su nombre y que en política no esté dispuesto a transar con don sata porque todos sabemos que él no cumple sus compromisos. Comprender la realidad del momento histórico en el que vivimos y actuar en consecuencia, es una tarea ímproba, por cierto, pero hay quienes, honestos y virtuosos, han demostrado estar capacitados para liderar el país y sabemos de los cientos de miles dispuestos a colaborarles en la tarea. Mantener nuestro cariño por Chile y favorecer el bienestar de todos, se hace una exigencia urgente e ineludible. No serán ni los acuerdos, ni las nuevas Constituciones, ni las promesas ni transacciones, ni los espejuelos que deslumbran y prometen, los que nos levanten del piso, solo un liderazgo firme y virtuoso lo hará. Chile lo necesita.