Una necesaria reconstrucción espiritual

José Tomás Hargous F. | Sección: Política, Religión, Sociedad

Cuando iniciaba la crisis que hemos vivido estas semanas escribí una columna, titulada “Que vuelva la esperanza”, en la que intentaba hacer una explicación de parte de lo que estaba pasando, y de lo que creo que debemos hacer a futuro. Me parece necesario enfatizar que esta crisis tiene varios niveles en paralelo, y no podremos salir de ella si no los enfrentamos adecuadamente. Con todo, los analistas están de acuerdo en que la crisis es compleja y que es difícil comprender adecuadamente lo que está pasando.

Han pasado las semanas y el llamado –a mi parecer incompleta o equívocamente– “estallido social” se mantiene y se avizoran pocas salidas posibles a la crisis. En paralelo, el Gobierno zigzaguea y recula entre una agenda social, el reestablecimiento del orden público y la seguridad, y ahora último, un proceso constituyente, transando lo último que faltaba transar, que es la Constitución que nos rige, y regalarle a la izquierda un triunfo político, como es el que la Carta Magna es ilegítima e incapaz de responder a la crisis, y que hay que cambiarla desde cero, contrariando nuestra propia historia institucional.

Una nueva Constitución no resolverá las cosas, por el contrario, es muy probable que contribuya a empeorar lo que está pasando –que en parte es una crisis del Estado de Derecho–. En esta crisis debemos respaldar al Presidente, sí, pero también al resto de las instituciones, y una de ellas es la Constitución.

Por otra parte, la violencia sigue campeando, y nos vamos turnando entre semanas de marchas pacíficas con otras de protestas violentas o con claro color político, atacando iglesias y entrando a los jardines de la sede del Congreso Nacional en Santiago, donde la presidenta de la CUT señalaba que la razón era evitar una “cocina”, es decir, que la nueva Constitución se tramite dentro del marco de la institucionalidad vigente. Si eso no es un intento de golpe, no sé qué es, y requiere ser combatido con fuerza y decisión, con estado de excepción si fuera necesario –como parece lo es–. La violencia es particularmente injusta, y afecta especialmente a los más vulnerables, como hemos visto estos días, quienes han sido víctimas de saqueos, asaltos, falta de transporte público, etc. Toda esta “ensalada” no habría sido posible sin un malestar social que ha “estallado” estos días, cual “olla de presión” –con acelerantes–.

El malestar social es verdadero y profundo, y negarlo sólo empeorará las cosas. La lectura de diversos autores para nada socialistas, como San Alberto Hurtado, Jaime Guzmán, Gonzalo Vial, o los Papas Pablo VI y Juan Pablo II, entre varios otros– nos puede ofrecer luces para entender parte de lo que está pasando, que es una crisis social y moral, y en última instancia, una crisis espiritual. Podemos ver una pérdida de sentido en la vida de las personas, que pierden 20 horas semanales en transporte público, que sus ingresos no le alcanzan para llegar a fin de mes, que no han sido educados sino entrenados, que buscan ante todo el progreso material –importante pero insuficiente para la plenitud personal y social–, que ya no se sienten como hermanos, y en definitiva, que ha dejado a Dios fuera de sus vidas. Esta crisis espiritual ha traído frustración, aumento de la percepción de desigualdad, resentimiento, indiferencia, individualismo, materialismo, pérdida de consenso, etc.

Este malestar no es un invento de la izquierda, aunque ésta lo instrumentalice, y debemos hacernos cargo de algunas demandas sociales, por vías institucionales. Estado, empresa y sociedad civil deben trabajar juntos para construir una sociedad más solidaria y humana. Asimismo, cada uno de los que hemos tenido más oportunidades debemos, en la medida de nuestras posibilidades, devolverle a la sociedad lo que recibimos, aportando con nuestros talentos al bien común.

Como nos decía San Juan Pablo II en el Estadio Nacional hace 32 años: “Cristo nos está pidiendo que no permanezcamos indiferentes ante la injusticia, que nos comprometamos responsablemente en la construcción de una sociedad más cristiana, una sociedad mejor. Para esto es preciso que alejemos de nuestra vida el odio; que reconozcamos como engañosa, falsa, incompatible con su seguimiento, toda ideología que proclame la violencia y el odio como remedios para conseguir la justicia. El amor vence siempre, como Cristo ha vencido; el amor ha vencido, aunque en ocasiones, ante sucesos y situaciones concretas, pueda parecernos incapaz. Cristo parecía imposibilitado también. Dios siempre puede más”.

Cada día que pasa me convenzo más de que ha ocurrido en nuestro país algo muy grave. Y lo más grave, me parece, es un quiebre social muy profundo, que no es entre clases sociales sino que dentro de ellas, es el tejido social el que se ha roto. Una polarización, no necesariamente política, que nos enfrenta a unos con otros y nos impide ver que somos hermanos. Esa reconstrucción profunda de nuestra patria, me parece, será más difícil que la económica y política, y más difícil que el reestablecimiento del orden público. Esa reconstrucción espiritual, de la que hablaba en la otra columna, me parece que es la principal “encrucijada en que se encuentra nuestro país”, y se refiere a la reconstrucción de “vínculos que han sido destruidos”.

En su mes, pidámosle a Nuestra Madre, la Virgen del Carmen, que interceda por nuestra Patria, para que Jesús “encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad; que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida, y de esperanza para el porvenir”.