Pecado de omisión

Max Silva A. | Sección: Política, Sociedad

La creciente escalada de agitación y violencia que vive nuestro país, que aún presenta un futuro incierto, ha trastocado completamente una estabilidad y seguridad que creíamos muy sólida hasta hace menos de un mes, mostrando de manera irrefutable que es mucho más fácil destruir que construir cualquier realidad.

Hasta ahora, mucho se ha hablado sobre violaciones a los derechos humanos por parte de fuerzas del Estado hacia los manifestantes, y es claramente un tema que traerá muchas consecuencias y debates en el futuro.

Sin embargo, poco se ha hablado de la protección que merecen, con tanta justicia como los manifestantes, quienes han visto sus derechos afectados o abiertamente destruidos por los actos de violencia. En efecto, ¿quién protege a las víctimas de toda esta vorágine?

Como se sabe, el Estado posee el monopolio del uso legítimo de la fuerza, en aras a mantener el orden público. Esto es absolutamente necesario en cualquier Estado de Derecho, porque en caso contrario, primaría la autotutela, que como se sabe, es un remedio peor que la enfermedad. En consecuencia, los particulares renuncian al uso de la fuerza precisamente en aras de la paz y el orden social, que son la base para el ejercicio de sus derechos.

Sin embargo, si el Estado no es capaz de garantizar este orden social, se verán afectados, como de hecho lo están siendo en este momento, un cúmulo de derechos humanos de la gran mayoría de la ciudadanía: la salud, la integridad física y psíquica, la libertad de tránsito, la libertad de trabajo, la libertad de ejercer una actividad económica y la propiedad, entre otros muchos. Todos ellos se podrían ver –y ahora se están viendo– perturbados, a veces de manera grave, al punto incluso de hacerse imposible su ejercicio. De esta manera, ¿quién responde por los perjuicios ocasionados?

En realidad, lo que ocurre aquí, es que al margen de las responsabilidades individuales que pudieren existir en la alteración grave del orden público, que afecta estos derechos humanos de la gran mayoría de la población, el Estado igualmente posee su grado de culpa. Sin embargo, aquí podría hablarse, de manera figurada, de un “pecado de omisión”.

En efecto, en el caso que estamos analizando, el Estado está violando derechos humanos por omisión, no por acción. Es decir, la vulneración se produce aquí no por acciones directas de sus agentes que perturben o hagan imposible el ejercicio de estos derechos, sino por no tomar las medidas mínimas necesarias para que ellos puedan realizarse. 

En el fondo, es una situación parecida a los delitos por omisión, que como su nombre indica, son cometidos no por acciones directas, sino por dejar de actuar cuando existe el deber jurídico de hacerlo (por ejemplo, el médico que deja de cuidar a su paciente y este muere).

Por tanto, el Estado es responsable por no llevar a cabo lo que está obligado a hacer: preservar el orden público, esencial para que pueda primar el Estado de Derecho, aquella situación en que todos, tanto gobernantes como gobernados están sujetos a la ley.

Compleja situación la del Estado, que puede ser acusado de violar derechos humanos tanto por acción como por omisión. Lo fundamental y dificilísimo en este caso, es encontrar un punto de equilibrio entre ambas formas de actuar.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por diario El Sur de Concepción. El autor es Doctor en Derecho y Director de la carrera de Derecho de la Universidad San Sebastián.