Nuestro propio octubre rojo

Pablo Maillet | Sección: Historia, Política, Sociedad

Chile ostenta uno de los sistemas democráticos, políticos y económicos más estables de toda la región. Somos de los pocos países dentro del VWP (Visa Waiver Program), y el único en América latina. También ostentamos el título del país con el PIB más alto en Sudamérica.  

Esto no ha sido gratuito.

En 1970, fue elegido democráticamente el primer presidente socialista en la historia de Chile: Salvador Allende. Su gobierno, conocido como UP (Unidad Popular), incluyó la estatización de prácticamente todas las grandes empresas de todas las industrias, por mencionar sólo una medida económica, y recibió con todos los honores patrios, la visita y estadía por un mes, de Fidel Castro.

Guardias paramilitares, civiles de pelo largo, universitarios, obreros y campesinos armados, conformaban lo que se denominó el GAP (Grupo de Amigos Personales). El debilitamiento del Congreso y de los Senadores, así como de la Corte Suprema, no auguraba un buen futuro para Chile. Las filas para conseguir comida, básica y mínima, como pan y aceite, y el ingreso de armamentos de guerra de amplio poder, con la excusa de defendernos del “Imperio Norteamericano” y del “Imperialismo Capitalista”, presagiaban lo que vendría. 

El Congreso, la gente en las calles, y los sectores políticos, incluidos los de centro, comenzaban a clamar por una intervención militar. No se estaba respetando el orden constitucional. 

El 11 de septiembre de 1973 se realiza un ataque al Palacio de la Moneda, con el fin de derrocar al presidente que ya había caído en la inconstitucionalidad. 

17 años después, el presidente de la Junta Militar de Gobierno, Augusto Pinochet, convocaba a elecciones democráticas para dejar el gobierno a los civiles, restaurar los partidos políticos, y hacer a un lado largos y difíciles años de gobierno militar. 

Durante esos años, en plena Guerra Fría, el Gobierno de Pinochet, el gobierno militar, tildado por algunos sectores como “Dictadura”, fue conocido internacional e históricamente más por los excesos y delitos contra los Derechos Humanos que por otra cosa. 

Sin embargo, menos conocido fue por la implementación de un sistema económico-social que permitió la estabilización económica de Chile en plena Guerra fría. Destacados académicos fueron a formarse en la Escuela de Economía de la Universidad de Chicago y fueron conocidos en Chile como los “Chicago boys”. Las políticas que se implementaron fueron fieles a los lineamientos de Milton Friedman, Arnold Harberger y otros. El mismo Friedman llamó a esta implementación “el milagro chileno”. Debido a la existencia de un gobierno militar, que ostentaba todos los poderes, fue posible insertar estas medidas económicas producidas en Chicago, muchas de ellas sólo a nivel teórico. Estas ideas quedaron estampadas en la nueva Constitución Política que redactara el Gobierno Militar, donde también se incluían protecciones al sistema político, para impedir aventuras como las que realizó Allende. El fondo de esta nueva constitución era proteger la democracia, pero incluía también, al mismo tiempo, los principios de orden social (como la subsidiariedad) que permitían y fomentaban las medidas económicas. 

El retorno a la democracia de manos de los militares, es decir, que un Gobierno Militar entregara democráticamente el poder a los civiles, es un hito en la historia de Occidente. El proceso, llamado “transición a la democracia”, fue liderado por exministros del Gobierno de Pinochet, y figuras que en los ‘70 pedían la intervención militar para restaurar el orden, pero que no eran de derecha, sino de centro y centro-izquierda (como la Democracia Cristiana).

La estabilidad chilena fue ejemplar durante los 90. Los presidentes eran elegidos democráticamente, un gobierno de centro-derecha, y luego uno de centro-izquierda, pero ambos estaban de acuerdo en el mismo fondo, o en la misma base. Al menos eso se creía. 

Chile fue obteniendo tasas de desarrollo altas. Fue insertándose en tratados de comercio junto a los países líderes mundiales. Fue ganando respeto por su democracia. Se convirtió en uno de los países ejemplares en la recuperación económica. 

Durante los últimos 15 años, Chile ha venido mostrando tasas de desarrollo desaceleradas, y ha aumentado enormemente la “desigualdad”, acentuando los extremos: disminuye el porcentaje de los más ricos, pero aumenta su fortuna, al mismo tiempo que aumenta el porcentaje de los más pobres y se estancan sus salarios. Aunque se ha ido eliminando la “extrema pobreza”, los sectores medios se van empobreciendo a medida que aumenta el costo de vida. Chile se ha convertido en uno de los países más caros de la región, en todas sus industrias. Una gran clase media, que no ha participado de las cifras macroeconómicas, ha ido creciendo. 

Desde hace 15 años, con este escenario económico-social, han ido en aumento las manifestaciones ciudadanas, los descontentos, las huelgas. Con esto, han ido ingresando con mucha fuerza las viejas ideas socialistas e incluso comunistas. Muchos sectores del centro político son tildados de “derecha”, especialmente por las nuevas generaciones. Sumado a eso, dentro del contexto mundial, y del avance de un liberalismo posmoderno, que acarrea el deseo de los beneficios del sistema económico, pero una centralización e igualitarismo de los valores, como un fenómeno mundial. 

La crisis venezolana también influye. Pertenecemos a la misma región: mismo idioma, y misma cultura. Esto polariza a Chile. Hay políticos quienes han destacado el socialismo de Chávez y Maduro. El actual presidente de Chile, Sebastián Piñera, cuyo hermano fue uno de los cerebros del modelo económico, y aunque políticamente tienen diferencias –Sebastián Piñera es más cercano a la centro-derecha, y su hermano José Piñera a la derecha liberal- ambos confían en el modelo de fondo. Sebastián Piñera es empresario y político, es uno de los hombres más ricos de Chile. Hay ahí un símil bastante parecido a la figura del presidente Donald Trump, con la diferencia que Piñera está en política desde su juventud. Aunque su fortuna no proviene de su familia, sino de su capacidad de hacer negocios, se le ha cuestionado como empresario, pues algunos de sus grandes negocios han sido poco transparentes. Esto lo convierte en una figura política, blanco para la izquierda revolucionaria: el rico ladrón en el poder. 

América Latina se debate entre un Jair Bolsonaro, en Brasil, de extrema derecha, y un Nicolás Maduro, un dictador marxista, en Venezuela. Como se puede ver, el escenario está convulso. 

Por lo tanto, tenemos acá dos factores, difíciles de diferenciar en la calle misma. Por un lado, el descontento, legítimo, de una clase media mayoritaria, con políticas económicas y sociales que sirvieron para estabilizar el país, pero que quedaron estampadas en una Constitución. Por otro lado, y frente a esta legítima indignación, grupos organizados, violentistas, marxismo cultural, azuzando dicho descontento. Esta influencia ejercida por una izquierda que no sólo fue derrocada, a petición de la mayoría, y eso ha hecho que haya estado fuera de la legitimidad política por más de 10 años, pero ejerciendo su influencia cultural. Son muchos los chilenos que crecieron en la década de los 80, con la idea, por ejemplo, de que Estados Unidos financió, apoyó, lideró, y prácticamente encabezó el derrocamiento del socialista Allende. Ronald Reagan y los demás presidentes norteamericanos, han sido usados como figuras del neoliberalismo, del capitalismo y del imperialismo. Además, se trata de una izquierda furiosa porque el Presidente Sebastián Piñera ha liderado la condena del régimen de Nicolás Maduro en Venezuela en la región. Eso lo ha puesto como el enemigo. El escenario polarizado en América Latina impide no tomar una postura clara, y este Gobierno ha tomado una. 

La semana pasada, el 17 de octubre, se cumplía una semana de “evasión” en el Metro de Santiago, la capital, por parte de estudiantes. La mayoría de las personas, incluso quienes pagaban su pasaje y no evadían, apoyaban esto, sosteniendo que los jóvenes se “atrevían” a generar los cambios. El 18 comenzaron enfrentamientos de los “evasores” contra la policía. Al final del día, estos enfrentamientos, curiosamente, sobrepasaron la fuerza policial. Ese viernes en la noche, aparecían dos incendios en edificios corporativos de empresas privadas en la capital. Se denunciaban saqueos a supermercados y bancos. Durante la noche, el Presidente decidió decretar la salida de militares para resguardar el orden público. Esta sola medida, incitó a los más revolucionarios a desatar su furia: volvía un escenario que nadie quería, aunque hubieran pasado 40 años. Lo grave es que el escenario volvía, aparentemente, y para sorpresa de muchos, especialmente para los políticos, de manera súbita, en menos de tres días. 

Con los militares en la calle, y la restricción de circular durante las noches, se desató un caos. Sectores de la derecha condenaban al presidente, unos por no ejercer autoridad y no frenar antes esto, otros por el exceso que suponía tener militares en las calles. Aunque la dotación fue de pocos efectivos militares, el simbolismo era muy fuerte. Los saqueos, incendios y robos aumentaban y se expandían al resto de las ciudades de Chile. 

La prensa internacional informaba, según su ideología política, lo que quería. La realidad es que Chile tenía un malestar latente, pero bastó un poco de nitroglicerina, que es la acción revolucionaria de la extrema izquierda y del anarquismo, para que esto estallara. Por eso muchos están aún consternados, y recién están entendiendo que el problema era mayor y más profundo. 

Lo que viene es cuidar el orden institucional, por una parte, y por la otra, no ceder ante la primera petición que se le haga al gobierno. Debido al temor que generó esto, en toda la población, pero también en los políticos, es fácil que ahora se apruebe y acepten condiciones que en régimen normal de orden y paz se discutirían institucionalmente en el poder legislativo. No hay que creer que esto es, en su totalidad, una manifestación de descontento social contra un sistema neoliberal de capitalismo salvaje. Peor tampoco hay que creer lo contrario, que se trata de una acción aislada de movimientos anarquistas. Es ambos, hay un descontento social frente a un desarrollo que dejó olvidada a su clase media, y que se enfocó en las cifras macroeconómicas, en los tecnicismos y en el economicismo más que en un desarrollo integral, al decir de Maritain. Por otra parte, habría que agregar que Chile ha descuidado mucho su crecimiento intelectual o el cultivo del alma, como gustaba llamar a Thomas Molnar a la educación y que puede leerse en su libro “The Crisis of Education”. Siguiendo al mismo Molnar, hay acá en Chile una profunda crisis o decadencia intelectual, que ha hecho que el explosivo desarrollo y solidez económica haya perdido de vista cuestiones humanas, como la orientación de la sociedad hacia su fin, que es el Bien común, que es bien de todos y cada uno, y haya desatado las relaciones humanas. Se ha destruido la familia, la vida de barrio, el vivir en un lugar determinado, el amor a las fuerzas armadas, el honrar nuestra historia, el cultivo de las artes y las humanidades, el pensamiento… Las universidades se han convertido, prácticamente todas, en fábricas de empleados del mundo laboral. Esto agrega un tercer elemento a la actual crisis, y es que hay un mentalidad de quererlo todo, y quererlo fácilmente. Querer los beneficios de un sistema: aunque no esté de acuerdo con él, al menos que me alcance el beneficio. Se ha relacionado esta actitud con una generación, los Millenial, y puede haber bastante de eso también. 

No sólo hay un descontento social justo y legítimo, y unos grupos radicales que quieren sacar provecho de esto, sino que también este tercer factor, de una sociedad decaída en el plano espiritual e intelectual. 

Lo que pasa en Chile, este Octubre rojo,  debe ser conocido por la audiencia norteamericana, pues en ambos países se enfrenta un fenómeno parecido: una de las razones, que es muy desconocida en Chile, por las cuales salió elegido presidente Donald Trump, fue precisamente un descontento social legítimo de la mayoría durante la era Obama. Y una desconexión casi absoluta entre la agenda progresista y liberal y las necesidades reales y cotidianas de la gente. 

Ahora bien, la batalla, en Chile y en Estados Unidos, no es una batalla militar, contra un enemigo con rostro. Molnar escribiría en 1976 su libro “Le socialisme sans visage: l’avènement du tiers modèle” que presagiaría mucho de lo que está ocurriendo ahora en sur y norte américa. 

En este sentido, Molnar es una pieza de lectura imprescindible para entender los fenómenos sociales, culturales y políticos que están ocurriendo y que muchos los miran asombrados. El surgimiento de la “alt-rigth”, o el progresismo que se apodera de Estados Unidos, la crisis de la libertad, la rendición de la religión ante la secularización, el feminismo y las teorías de género como nuevos marxismos, son todos, elementos que el propio Molnar vio, como buen filósofo, mucho antes que ocurrieran. 

Lo que ha sucedido estos días en Chile, en nuestro propio Octubre Rojo, dista mucho de ser un acto de rebelión o desobediencia civil, entendidas como la entendía Locke o Tocqueville, pues no hay un relato racional o intelectual para sostener aquello en estas manifestaciones. Esto se acerca más a un estallido emocional, propio de sociedades líquidas. Esto no quiere decir que contemplemos impávidos lo que sucede. La batalla frente a un enemigo sin rostro, diluido, y decadente intelectualmente, es precisamente la batalla de las ideas. Un hombre con una idea clara de sociedad, de la política, del bien común, del orden y de lo justo, jamás será blanco de estas nuevas tendencias. Por lo tanto hay que actuar con determinación, de lo contrario ocurrirá lo que dice la famosa frase atribuida Edmundo Burke: “The only thing necessary for the triumph of evil is for good men to do nothing.”

Nota: Este artículo fue publicado originalmente en inglés por The American Mind, del Clermont Institute, el lunes 28 de octubre de 2019.