Jugar con la democracia

Andrés Berg | Sección: Política

Hay una extendida idea de que lo que hay en Chile es un movimiento social pacífico y legítimo, que no tiene colores políticos y que ha resuelto organizarse por sí mismo sin depender de la política para construir un nuevo Chile. En este relato, la asamblea constituyente viene a otorgar de una vez por todas, el poder soberano al pueblo, que tendrá ahora la posibilidad histórica de determinarse a sí mismo sin ideologías ni partidos. Todo súper espontáneo. Y en todo este cuento, además, la violencia es una casualidad absolutamente separada y divisible del movimiento que marcha pacíficamente por las calles del país.

La realidad, sin embargo, supongo que es algo distinta. La marcha de millones de chilenos no surgió de la nada. La violencia y piromanía desenfrenada a lo largo de Chile conectó con ese arraigado instinto de querer comenzar todo de nuevo y liberarnos de las ataduras que contienen el espíritu revolucionario y del que solo un desalmado carece. Y cual bola de nieve, la masa humana -esa pacífica y genuina- otorga una aparente legitimidad a esos cabros desatados que en su fuero interno se creen justicieros cortando calles, quemando iglesias y apedreando carabineros. Y por mucho que se multipliquen los llamados a «aislar la violencia» y que todos pongan en Instagram que «no estamos en guerra«, la violencia y la destrucción siguen ahí.

Es cierto que muchas de las demandas ciudadanas reclamadas en Plaza Italia son transversales a una vasta porción de la sociedad. Así también, muchos de los que se movilizan por las calles no votan en elecciones porque ya simplemente no le creen a nadie. Y no culpo tampoco a quienes confían que, en una asamblea constituyente del tipo cabildo abierto en la plaza tomando mate, vaya a salir algún tipo de Carta Fundamental que aquilate las pulsiones más profundas de nuestra sociedad.

La anarquía, sin embargo, no suele producir paraísos morales. En el mundo real, la política no es otra cosa que un entramado de acuerdos imperfectos en donde reposa la democracia. Y sin ellos, la democracia se hunde junto a la posibilidad de no matarnos unos a otros. Por muy lamentables que sean nuestros representantes, necesitamos intermediarios que puedan encauzar y priorizar la diversidad de demandas en un mundo lleno de restricciones y modos de entender la justicia social. Sin política, solo queda la barbarie y el juego se acaba.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Segunda, el jueves 21 de noviembre de 2019.