El silencio de los políticos

Daniel Mansuy H. | Sección: Política

Chile cruje. Los diagnósticos se apilan unos sobre otros, pero no nos permiten escapar de la perplejidad: aún no sabemos bien qué ocurre, qué placas tectónicas se están moviendo. Esto no debería extrañar, pues el fenómeno conserva cierto grado de indeterminación. No hay lectura ni salida escrita en las tablas de la ley, sino una situación que debe ser iluminada a partir de la reflexión y la deliberación.

Desde luego, lo anterior no implica negar que el movimiento posee algunos rasgos específicos. Parece evidente, por ejemplo, que nuestra modernización ha disuelto muchos vínculos sociales sin que nunca nos hayamos preguntado seriamente por su reemplazo, ni por los efectos políticos de esa disolución. Así, amplios sectores han quedado desprovistos de horizontes vitales y, sobre todo, de conexión con el todo social. El resultado no es misterioso: individuos atomizados y anómicos no pueden encarnar ningún ideal ciudadano. Por otro lado, la expansión creciente del mercado produce precariedad e incertidumbre. Aunque esta crisis tiene una dimensión adolescente, no se reduce a ella: las tensiones acumuladas en nuestro país son tan profundas como reales.

A este cuadro deben añadirse dos factores que han operado como aceleradores del malestar. En primer término, la élite criolla —especialmente su parte superior— se ha alejado dramáticamente de la vida cotidiana de los chilenos. No está expuesta a los mismos riesgos; y, peor, tiende a eludir impunemente las reglas a las que todos estamos sometidos (por mencionar solo dos ejemplos: ejecutivos condenados a clases de ética y “laxitud” en el cobro de contribuciones). Nuestra clase dirigente padece una indolencia que le hace imposible cumplir con sus funciones mínimas, pues se aísla de la colectividad en la que está inserta. En segundo lugar, el sistema político —cuya principal misión es percibir y procesar estas tensiones— lleva años ensimismado en sus propias trifulcas, acentuando la sensación de distancia (sobra decir que la acusación a Andrés Chadwick no contribuirá a mejorar el ambiente). El hecho es tan visible como preocupante: la palabra política ha perdido todo poder y pertinencia. Ya no dice nada.

El caso de la derecha es especialmente revelador. Tras su triunfo en la presidencial, el oficialismo supuso que la mayoría electoral reflejaba fielmente una mayoría política y sociológica. Haciendo gala de una pasmosa pobreza intelectual, se dio el lujo de asumir el poder teniendo como único objetivo la administración de la economía, el lucimiento internacional y las parkas rojas. Un mundo soñado. Así, la obstinación de la derecha por negarse a pensar políticamente la tiene cerca del desastre. No posee herramientas conceptuales para comprender lo que ocurre, más allá del instinto de sobrevivencia. Aunque el cambio de gabinete tuvo un positivo recambio generacional, el diagnóstico inicial no varió. De hecho, el ministro más importante sigue siendo Sebastián Piñera, como si el mismo Presidente —su campaña, su diseño, su diagnóstico, su discurso, su complacencia— fuera ajeno a todo lo que hemos vivido.

La oposición, por su parte, lucha con sus propios fantasmas. Convencida de que la calle no puede sino ser de izquierda, presiona para que actuemos ignorando que la derecha ganó la última elección. Sin embargo, e incluso concediendo la tesis central, la calle no le ahorrará el indispensable trabajo de traducir el malestar social en una mayoría política efectiva. La república consiste precisamente en la capacidad de mediar entre el sentir popular y el sistema político. En este trance, parte de la izquierda ha mostrado una preocupante falta de lealtad para con las instituciones republicanas. Mientras no haya una reflexión sobre el fracaso de la Nueva Mayoría, la oposición seguirá repartiendo palos de ciego y, de paso, ahondando nuestra crisis. El 2011, ese sector asumió acríticamente el clamor de la calle; y hoy se encierra en un callejón muy parecido.

En este sentido, la AC (Asamblea Constituyente) puede agravar aún más la sensación de bloqueo. Un proceso constituyente supone una voluntad de consenso y de diálogo que la izquierda ha despreciado sistemáticamente en los últimos años. Al fin y al cabo, la idea es darse reglas que no estén sujetas a mayorías circunstanciales, pero no es seguro que haya piso para acuerdos de esa naturaleza. Además, el recurso a la AC no puede ser una excusa para evadir lo obrado en la transición. En muchos casos, la vociferación por la AC equivale a un esfuerzo espurio por ocultar —y hacer olvidar— los pecados cometidos.

Si se quiere, la incapacidad de nuestra clase política para enunciar palabras pertinentes es el resultado lógico de un silencio que ha durado demasiado tiempo. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que las grandes coaliciones no llevan a la contienda presidencial a un político orgulloso de serlo? ¿No hay allí una abdicación que hoy estamos pagando caro? La tragedia es que no saldremos de esta crisis sin rehabilitar la instancia política, porque no se ha inventado otro modo de resolver pacíficamente nuestras diferencias. Por más paradójico que suene, es la hora de los políticos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el domingo 3 de noviembre de 2019.