Chilexit

Manuel Barros V. | Sección: Política

Tras el acuerdo alcanzado entre el oficialismo y la mayor parte de la oposición en la madrugada del viernes antepasado, se escucha a muchos políticos de carrera que se abrazan y se felicitan por la generosidad y altura de miras demostradas en orden a ofrecer a los chilenos un “camino de salida” para la crisis que hoy se vive. El itinerario ha quedado establecido en sus líneas generales: plebiscito en abril para ratificar la voluntad popular, revelada en las calles, de elaborar una nueva Constitución, y definir la configuración del organismo encargado de su escritura; elección en octubre para nombrar a los representantes que han de tomar parte en la discusión y redacción del texto legal; por último, un segundo plebiscito el año siguiente para legitimar la nueva Ley Fundamental. Nuestros ilustrísimos han “dado hasta que duela” y han encontrado, en medio de la oscuridad, el camino hacia el nuevo Chile.

No obstante, ¿qué ocurre si han errado en su lectura de la situación actual? ¿Qué ocurre si el libreto que han confeccionado no se despliega limpiamente sobre el escenario? En dos palabras, ¿qué ocurre si en abril triunfa el No a una nueva Constitución? Parece que aquí, como en otras partes del mundo, los políticos esperan que el voto popular aclare el panorama, cuando la experiencia reciente tiende, más bien, a ser la contraria. El Reino Unido ha pasado por tres primeros ministros desde el plebiscito que decretó su salida de la Unión Europea, hace tres años. España acaba de celebrar su cuarta elección parlamentaria en cuatro años, y no hay garantía aún de que el PSOE consiga un acuerdo para gobernar. Y, por cierto, una derrota de la propuesta constituyente en Chile no es un escenario tan inimaginable como daría la impresión al oír la radio. En diciembre de 2017, Alejandro Guillier bregó por convertir la segunda vuelta presidencial en una suerte de plebiscito de facto sobre esta misma materia, y perdió sonadamente. Es posible que algunos hayan cambiado de parecer en el tiempo transcurrido; también es posible que una ciudadanía hastiada de verse arrinconada entre vándalos y pirómanos, de un lado, y un gobierno tentativo y apocado, del otro, no se atenga a las predicciones de los sortílegos.

¿Y entonces? ¿Nos encontraremos, como los españoles, con una clase política incapaz de encarar el nuevo escenario? ¿Tendremos, como los británicos, nuestro propio Partido Laborista, que, cual viejo profesor al tomar examen, repite de diversos modos la misma pregunta una y otra vez al examinado, en la esperanza de que esta vez sí dará la respuesta correcta?

Quizás el “largo camino” de dos años que nos han puesto por delante resulte ser incluso demasiado optimista.