Las trampas de Atria

Daniel Mansuy H. | Sección: Política

La solicitud, realizada por una profesora de Antofagasta, de retirar sus ahorros para la vejez, ha vuelto a poner en el centro del debate nuestro sistema de pensiones. En efecto, la acción judicial escaló hasta el Tribunal Constitucional, que deberá pronunciarse sobre la materia. Aunque lo más probable es que el recurso sea finalmente rechazado, no debe olvidarse que todo esto se enmarca en una agenda más amplia, cuya finalidad es terminar con el régimen de capitalización individual. Los principales articuladores de esta ofensiva son Luis Mesina y Fernando Atria, a través del movimiento “No + AFP” y la fundación “La casa común”.

La argumentación esgrimida puede resumirse como sigue. Si acaso es cierto que los fondos de pensión nos pertenecen, ¿por qué no podríamos retirarlos y administrarlos? ¿En virtud de qué principios impedimos que las personas ejerzan su propiedad? Así, el mismo Fernando Atria ha señalado que esta acción servirá para empezar a definir “qué significa esto de que los trabajadores sean dueños de sus fondos previsionales”. Según su lógica, “que yo sea dueño de algo, quiere decir que yo puedo decidir cómo se usa ese algo”. El sistema chileno de pensiones sería, entonces, contradictorio con la naturaleza misma del derecho de propiedad: si efectivamente son mis fondos, no hay motivo por el cual no pueda disponer de ellos.

La tesis, como puede apreciarse, tiene rasgos libertarios, en la medida en que niega la existencia de cualquier limitación al derecho de propiedad. Éste sólo puede ser restringido si hay un consentimiento expreso. Si se quiere, el argumento es profundamente individualista: no tengo ningún deber respecto de la comunidad. La tesis encuentra sus orígenes en Locke, y fue desarrollada en el siglo XX por pensadores como Robert Nozick. Hoy por hoy, es defendida por las versiones más extremas del liberalismo económico. En ese contexto, resulta cuando menos paradójico que sea enunciada —con aire grave— por aquellos que buscan abolir definitivamente todo rastro de “neoliberalismo”. En rigor, las convicciones doctrinarias son dejadas de lado con tal de obtener una ventaja táctica en el combate. Dicho de otro modo, Fernando Atria está dispuesto a argumentar como Nozick si así logra fragilizar el sistema de pensiones.

Sobra decir que este razonamiento enfrenta más de una dificultad. Por de pronto, es evidente que la vida social impone limitaciones inevitables al derecho de propiedad. El individualismo posesivo se funda en una antropología atomista y, por lo mismo, no logra dar cuenta de ciertas dinámicas sociales. El sistema de pensiones es un magnífico ejemplo: para que las personas tengan jubilación, el Estado no puede sino ser paternalista. Así, impone un ahorro obligatorio, pues la vejez no es un problema estrictamente individual (sólo un libertario particularmente rabioso podría poner en duda esta aserción). Ahora bien, esto se vuelve aún más complejo si el argumento es sostenido por personas que adscriben a la tradición socialista. La discusión intelectual no puede tener lugar si quienes participamos de ella no tenemos una mínima lealtad con sus reglas. Cambiar de argumentos según la oportunidad es una frivolidad que lesiona el espacio público, en la medida en que lo vuelve ininteligible. No es posible debatir si las ideas son enteramente subsumidas por la táctica. Además, estos gustos se pagan caro: ¿cómo abogar luego por un régimen de reparto desde una comprensión absoluta del derecho de propiedad?

Esta impresión se refuerza si consideramos otro elemento. La elección de la vía judicial como campo de lucha implica una renuncia a la democracia, que debería ser el mecanismo privilegiado para procesar nuestros desacuerdos. El recurso judicial busca un dudoso triunfo por secretaría, con el consecuente abandono de la política. Dicho en simple, la agencia política del pueblo se ve completamente anulada allí donde los tribunales resuelven los asuntos más relevantes. El disenso respecto de la capitalización individual es legítimo y atendible, pero debe manifestarse en sede política, pues el problema de las pensiones no es un jurídico.

Por cierto, nada de lo dicho implica negar las dificultades objetivas de nuestro sistema. Por un lado, ciertos actores del sector todavía no entienden que administran una cuestión altamente sensible, que exige mucho cuidado a la hora de comunicar. Por otro lado, ha faltado coraje a la hora de explicar que los cambios en la expectativa de vida obligan a realizar modificaciones dolorosas, tanto en el monto que se cotiza como en la edad de jubilación. Sin embargo, no saldremos del embrollo recurriendo a la vía judicial ni tomando prestados argumentos libertarios de dudosa coherencia. Ambas salidas niegan el carácter específicamente político de las pensiones, e impiden cualquier discusión razonada: el activismo irreflexivo también tiene sus límites.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el domingo 29 de septiembre de 2019.