La tentación de saltarse las reglas

Max Silva A. | Sección: Política, Sociedad

La decisión de una sala de la Corte Suprema en virtud de la cual sería posible revisar fallos emanados del Tribunal Constitucional mediante la interposición de un recurso de protección, constituye no sólo una situación grave para nuestra estabilidad institucional, sino que además pareciera mostrar cierta tendencia a hacer caso omiso a las normas que la regulan.

Veamos. Se supone que el papel del Tribunal Constitucional es lograr la vigencia real y no meramente teórica del principio de supremacía constitucional, esto es, que todas las normas jurídicas del país estén en armonía con la Constitución. De ahí que sea su guardiana.

Si este tribunal no existiera –como algunos pretenden–, la Carta Magna podría ser fácilmente dejada de lado, mediante la aprobación de leyes que la contradigan, pudiendo convertirse incluso en letra muerta. Por eso, que exista como órgano contralor no debe entenderse, según opinan sus detractores, como un atentado contra la democracia, al impedir la aprobación de cualquier ley a la que una mayoría circunstancial quiera dar vida. En realidad es todo lo contrario, porque precisamente la existencia de un marco superior –la Constitución y su guardián– es lo que impide que un país dé tumbos, al otorgarle una mínima estabilidad. Esto en nada impide cambiar la Constitución, siempre que por razones de orden, se cuente con los cuórums adecuados para ello.

Con todo, si otro órgano del Estado pretende deslegitimar a este guardián, su función y por ende, la estabilidad que busca conseguirse con ella, sufren un golpe de muerte, pues en la práctica se hace inútil su labor, como se pretende en este caso. Desde esta perspectiva, casi sería más honesto eliminar al Tribunal Constitucional.

Pero además, se da el absurdo que el recurso de protección tiene el mismo objetivo que este tribunal: asegurar la real vigencia de la Constitución, aunque por una vía distinta y gracias a otros órganos del Estado. Mas, con esta nueva función de controlar al guardián de la Carta Magna, podría echarse por tierra lo decidido por éste, en virtud de decisiones emanadas de la Corte Suprema. Incluso, podría darse el absurdo que esta última impugne al primero basándose en fallos previos emanados del mismo Tribunal Constitucional –muchas veces emitidos bajo otras circunstancias–, utilizándolos ahora contra él mismo.

Sin embargo, y como se adelantaba, esta contienda de competencia podría ser el reflejo de una peligrosa tendencia que pareciera afectar a la misma Corte Suprema, de saltarse las normas que la regulan. Piénsese por ejemplo, en el reciente acuerdo del pleno de este tribunal, sin fundamento expreso de la Constitución –e incluso para varios, contraviniéndola abiertamente–, que decidió dejar sin efecto una sentencia firme, ya premunida de la autoridad de cosa juzgada, a fin de dar cumplimiento a lo ordenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Norín Catrimán y otros vs. Chile”. Aquí, literalmente, se inventó un mecanismo ad-hoc para borrar una sentencia que, al margen de su corrección, técnicamente era imposible modificar. 

El problema es grave, se insiste, por muy justo que parezca este modo de proceder de cara al caso particular que se quiere resolver. Ello, porque si es tan fácil saltarse las normas que regulan el actuar de este organismo, ¿qué sentido tiene poseer estas normas?

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por diario El Sur de Concepción. El autor es Doctor en Derecho y Director de la carrera de Derecho de la Universidad San Sebastián.