El pajarico de Maduro

Mauricio Riesco Valdés | Sección: Política, Sociedad

Chile es el país más feliz de Sudamérica, según informe de la ONU. Con motivo del Día Internacional de la Felicidad, el ranking anual de la ONU ubicó a Chile en el lugar 26 a nivel mundial”. Así informaba el miércoles, 20 de marzo de este año EFE / Cooperativa.cl (World Happiness Report – Red de Soluciones de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas). Y el sábado recién pasado, 19 de octubre, leía yo en un diario de la ciudad: “Estado de emergencia en Santiago. Ola de violencia azota la capital y siembra caos y destrucción”. Todo ello a consecuencia de los desmanes que provocaban manifestantes por las calles de Santiago. Me quedó dando vueltas esto de que “Chile es el país más feliz de Sudamérica”. Y pensé, o la ONU anda completamente extraviada publicando disparates (como usual y, a veces, deliberadamente lo hace), o los habitantes de Chile, a los pocos meses de publicarse el estudio de World Happiness Report, salieron a las calles a descargar su felicidad con saqueos, incendios y desmanes múltiples.

Lo concreto es que nuestro país está viviendo horas trágicas. Turbas que parecen descontroladas pero que, por la forma y la sincronización con que operan, son evidentemente manejadas por una planificada organización cuyos cabecillas, por principio, no dan la cara, prefieren las tinieblas. ¿De dónde serán? ¿pudiera saber algo “el pajarico” informante de Maduro? El hecho es que han incendiado estaciones del Metro, edificios, saqueado supermercados, tiendas, roto vidrieras, semáforos, asaltado farmacias, golpeado a personas, apedreado a la fuerza pública. Y qué se estará pensando ahora en la ONU, cuando todo indica que el desorden continuará hasta que “algo” lo detenga. Será, quizás un acuerdo político que se alcance entre Gobierno y oposición, debilitando aún más al primero y fortaleciendo a la contraparte. Aunque todos sabemos que una solución política, si bien pudiera ser una salida de urgencia al problema, representa, apenas, un parche curita para una herida profunda. El tema, creo, es mucho más complejo, y va más allá de un mero “pacto social” como piden muchos (desconozco cuáles son esos y como se alcanzan). Pero, con pacto social o acuerdo político, será difícil que se suministre el remedio que sane definitivamente al enfermo, sin antes tener un diagnóstico certero de su dolencia. Soluciones de largo plazo para nuestro dilema requieren conocer la raíz, el origen de la enfermedad y estar de acuerdo, además, en la medicina que habrá que administrar al paciente y esto último no es fácil; así como están las cosas, se trata de un acuerdo casi imposible, diría. 

Chile deambula hoy herido y desorientado. No lleva rumbo conocido. Me pregunto por qué ese súbito despertar odioso, agresivo, belicoso, que hasta en países extranjeros ha provocado una inexplicable sorpresa. ¿Será porque subieron el valor del pasaje del Metro? ¿Solo eso nos habrá hecho perder nuestro asombroso liderazgo como “el país más feliz de Sudamérica”? Claramente no. Lo que sí es cierto, sin embargo, es que lo del Metro ha sido un “esperado” detonante, una buena excusa para los que manejan los hilos de esta ya larga revuelta. Las causas no parecen ser pocas ni simples. Y ya venían tomando fuerza desde hace algún tiempo, en silencio, sí, pero ya empezaba a notarse una cierta ebullición. 

La salud, cara, escasa, inoportuna y mala para muchos; la educación, igualmente cara, mala, y donde una tómbola decide quién puede o no inscribirse como alumno en un colegio; la inmigración, un flujo por donde ha entrado de lo bueno y de lo malo; la delincuencia, completamente descontrolada, que nos tiene recluidos en casas con alarmas, cables eléctricos, cámaras, perros y otros resguardos; la previsión, insuficiente para la mayoría; la incompetencia, la corrupción, y las descaradas remuneraciones de los parlamentarios; la falta de oportunidades para muchos; la escandalosa desigualdad en la tenencia de los bienes; y un largo etcétera, son motivos suficientes como para provocar lo que está ocurriendo. La paciencia se acabó y la situación explotó… o la hicieron explotar, como cada vez parece más claro. Muchos de quienes votaron por el actual gobierno, lo hicieron creyendo en los “tiempos mejores” que, según aseguraban, vendrían para terminar con todo aquello. Pero esos tiempos no se vislumbran, lastimosamente, y el descontento no esperó más. Hoy queda claro que no fue afortunado el uso de aquel slogan en la campaña electoral de Chile Vamos; de hecho, terminó siendo un boomerang que, al no alcanzar su objetivo, se devolvió a su punto de partida desde donde fue lanzado, golpeando a sus inventores.

No será en absoluto fácil dar con una solución que satisfaga a moros y cristianos y que augure una reconciliación entre todos nosotros. Ésta exige, no obstante, desenmascarar a los instigadores, organizadores y ejecutores de este prolongado trastorno en el país; los sistemas de inteligencia de las FFAA y Carabineros tienen, o debieran tener, la información que se requiere para ello. De lo contrario, el gobierno tendría que exonerar a todos sus expertos por inútiles. Con esa información la ciudadanía, y los manifestantes pacíficos en particular, podrían ver con claridad cuál es y de donde proviene la estructura terrorista que ha organizado en Chile la revuelta, utilizándolos como a dóciles marionetas (de nuevo me pregunto cuánto podría contarnos ese pajarico). Una segunda medida debería considerar la expulsión de todos los extranjeros indocumentados que hoy deambulan como “Pedro por su casa”; no me extrañaría que entre ellos pudiera estar la madre del cordero, o parte de ella, al menos. Y luego, concretar el “acuerdo político” que se consiguiera con la oposición, formalizándolo mediante la legislación que fuera necesaria. En esto se debería excluir con decisión y firmeza al Partido Comunista y al Frente Amplio (aunque no sé cuánto pantalón tendrán las autoridades para algo así).

Y, para conseguir una paz duradera, faltaría lo más difícil: reconocer que una causa importante de la herida de nuestro Chile es la pérdida de los valores esenciales e indispensables para una sana convivencia. Nuestra sociedad ha desechado la herencia cultural que recibimos de nuestros antepasados. Hoy en día estamos más preocupados de esperar con avidez y codicia el próximo cyberday que recordar y poner en práctica conceptos tales como autoridad, austeridad, respeto, humildad, honradez, generosidad, legalidad, dignidad, pedir perdón. Y recuperar esos valores es responsabilidad de todos, no solo del gobierno, o de los partidos políticos o de la judicatura. Ellos, sí deben dar el ejemplo y facilitar, por las vías a su alcance, no son pocas, nuestro reencuentro con la moralidad perdida, pero es nuestra sociedad entera la que debe restablecer la convivencia al amparo de los valores olvidados por desuso y por conveniencia.  

Si reconociéramos que nuestra crisis es también moral, nos preocuparíamos de salvar lo que aún mantenemos de nuestros valores, de nuestra propia cultura, de nuestra identidad, y de recuperar lo que hemos perdido. Pero, para eso, es indispensable contar con autoridades que así lo entiendan. Que no pierdan tiempo prendiéndole velas a las empresas encuestadoras que manejan los ratings, o dejándose conducir por los “likes” en las redes sociales, o machacándonos que el crecimiento de la economía será en torno al tanto y al cuánto. Los devotos del crecimiento económico, del resultado de las encuestas, de los tuits, debieran llevar su devoción a solucionar las verdaderas necesidades de la ciudadanía ante la que tienen su mayor responsabilidad, sin abandonar tampoco, como ha ocurrido, la protección de la familia, de la vida, del orden natural que rige a la humanidad, que eso también es parte de nuestra crisis moral. Tampoco necesitamos gobernantes que dediquen su tiempo a figurar ante el mundo como líderes y redentores político de situaciones conflictivas en Latinoamérica. Su fracaso les hace perder credibilidad y repercute, además, en nuestro propio país.  

Los chilenos hemos escogido voluntariamente dos formas de vida para disfrutar de ambas a la vez: por una parte, el individualismo para satisfacer nuestra complacencia, nuestras insaciables apetencias, nuestra diversión y, por otra, la masificación para descargar a través de ella nuestra rabia, nuestro inconformismo, nuestras frustraciones. Este querido Chile hace tiempo que sucumbió al contagio de la masa hasta perder su propia identidad. Está enfermo, aunque no siente dolor, no llora, pareciera estar anestesiado. Con su mirada perdida, hoy camina lastimado por el mundo, como uno más entre los cientos de rebaños que vagan, hipnotizados, siguiendo a sus hechiceros adonde éstos les ordenan ir. Chile lleva sobre sus hombros el peso de una globalización esclavizante, esa argamasa a la que rendimos pleitesía mientras nos carcome el alma. En ese caminar extraviado, el virus que contrajo nuestro país le fue aniquilando sus tradiciones, sus valores, su cultura, su propia filiación que lo distinguía de los demás. Y todo eso, sin lugar a dudas, también ha contribuido a la explosión social que sufrimos ahora.

Estamos viviendo tiempos difíciles que requieren de soluciones también difíciles, es cierto. Quizás si necesitáramos de “ayuda divina” como imploró socarronamente nuestro Ministro de Hacienda. “Yo no distraería al todopoderoso con un tema tan mundano”, fue la pronta respuesta del Ministro de Economía. Pero esa respuesta es solo parcialmente cierta. Lo nuestro es y no es un tema mundano. Lo es, cuando nos negamos a reconocer nuestra indiferencia ante el dolor, ante las necesidades de otros, cuando, mirándonos ante un espejo negro, no vislumbramos, siquiera, nuestro individualismo, el egoísmo, el hedonismo, la violencia, la soledad reinante entre jóvenes y adultos, ese espejo negro que nos impide ver el desquiciado consumismo que nos invade, la competencia que ya se les inculca a los niños desde el colegio; pero no lo es cuando reconocemos que nuestra sociedad, carente de valores, necesita hacer un alto en su vertiginoso y trastornado caminar para invocar la ayuda del cielo, tal como se hizo en Chile, sin complejos ni vergüenza, cada vez que fue necesario y desde antes de nuestra independencia.