Resaca

José Agustín Muñiz | Sección: Política, Sociedad

Les escribo desde San Petersburgo, Rusia. En esta ciudad, en octubre de 1917, comenzó a formarse la Unión Soviética cuando el Ejército Rojo se tomó el Palacio de Invierno. La borrachera totalitaria duró hasta 1991 y la resaca, se calcula, en 21 millones de muertos. No hay proporción entre eso y el clima político que hay en Chile hoy.

Pero una semana de celebraciones patrias no sirvió para mejorar la convivencia en Chile. Infantil pataleta de autoridades que no van al Te Deum; obsesiva fijación contra la parada militar y cualquier tipo de uniformado; criminal quema de medialunas; majaderas campañas contra el consumo de carne o contra el alcalde de Valparaíso que bailó cueca con un transformista, etc. Guardando las proporciones, es la misma borrachera producida por la mezcla de alcoholes de dudosa calidad: intoxicación ideológica, fanatismo y tontera grave. Y en nuestro caso, veo dos motivos para preocuparse por la resaca. Primero, porque la violencia ya está pasando del lenguaje a las acciones políticas y, segundo, porque la violencia está focalizada estratégicamente en los pocos símbolos que nos unen como chilenos. Pero a 13.750 kms. de Santiago encontré un ejemplo que puede servir como un antiácido para nuestra resaca criolla. A pesar de la criminal violencia totalitaria, los rusos supieron encauzar pacíficamente el cambio político. Y lo sorprendente es que ese cambio partió en el lenguaje político.

El académico Richard D. Anderson estudió las metáforas en el discurso político en tres etapas de la historia soviética. En los discursos del politburó durante el totalitarismo (1965 – 1985) las metáforas más usadas expresaban tamaño, superioridad, distancia y subordinación. Todo era “titánico”, “fuerte”, “alto”, “superior”, y se apelaba al “orden” y la “sumisión” al Partido. En los discursos de los años de la transición (1989 – 1991) aparecen nuevas metáforas, ahora referidas a una “negociación” o “interacción”; el Partido Comunista ya no era el único actor y compartía luces con una fuerza equivalente: la “sociedad”. Y por último, las metáforas del discurso político de los años de Yeltsin (1991 – 1993) explicaban la política como una interacción entre dos o más partes en “diálogo”, donde una persona podía “elegir” e “identificarse” con un candidato.

Lo que me llamó la atención del estudio de Anderson es que los cambios en el discurso de los jerarcas soviéticos eran previos a los cambios políticos que conmovieron al mundo. A través de las metáforas e imágenes que usaban los “camaradas” se prefiguraban los cambios políticos que vendrían. Si el fin de la URSS fue un gigantesco “crac”, las primeras fisuras se manifestaron en la retórica de sus líderes; si el comunismo soviético cayó sin violencia fue porque el lenguaje previo tampoco era violento. El lenguaje creó las posibilidades para que la política reemplazara a la violencia.

En los últimos años, Chile ha vivido el proceso inverso al documentado por Anderson aquí en Rusia. El discurso ideológico está pavimentando el camino a la violencia política. Legítimas diferencias políticas maceradas en un caldo tóxico nos hacen ver detrás de los símbolos patrios que nos unen una conspiración inexistente, un campo de batalla.

La resaca más dolorosa no es la de la chicha, sino la que provoca la intoxicación ideológica, la ignorancia y la falta de sentido del humor. Hay autoridades y formadores de opinión incapaces de ver que, para un joven uniformado, la gloria es servir a su patria. Hay otros que no conciben la gratitud ni la importancia de que las altas autoridades del país tengan una oportunidad de detenerse y escuchar, pensar, agradecer y, si les place, orar. Es importantísimos que nuestras autoridades cultiven al menos la sensación de que sus acciones están siendo observadas desde una posición más alta que la de sus cargos; que aparten una hora al año para agradecer la vida en un país libre junto a una multitud de personas que, sin embargo, piensan distinto a ellas el resto del tiempo.

Qué bien le haría a los intoxicados aprender a expresarse mediante el baile de la cueca y conectarse con algo más antiguo y más profundo; qué bueno sería que pasaran una temporada en el campo para calibrar sus sentidos y ritmos vitales con la naturaleza, con las estaciones, las plantas y los animales, a ver si descubren la paciencia y sabiduría que se requiere para cultivar la tierra, y el talento forjado en colleras para lograr una gloriosa atajada de cuatro puntos buenos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el martes 24 de septiembre de 2019.