Jugar con fuego

Daniel Mansuy H. | Sección: Política

El Partido Socialista reunió, finalmente, las firmas requeridas para presentar una acusación constitucional contra la ministra de Educación, Marcela Cubillos. Tras varias semanas de dilaciones, y sin contar con un respaldo cerrado en la oposición, los diputados socialistas decidieron dar el paso. Esto viene a confirmar que el ambiente está muy espeso, y, peor, no hay muchos dirigentes con ganas de salir de allí. Sobra decir que el Gobierno ha aportado con lo suyo, pues resulta difícil negar que las destempladas declaraciones de la vocera Cecilia Pérez (declaraciones que, recordemos, buscaban frenar la acusación) precipitaron los hechos. El Ejecutivo rebajó gravemente los términos de la discusión, y ahora le toca pagar la cuenta.

Si se quiere, la acusación constitucional representa el fracaso de la política como instancia de mediación. Si la política es el lugar donde nuestros desacuerdos se manifiestan y procesan, la acusación responde a otro patrón, pues se asume que el diálogo ya no cumple su función. Sobra decir que, en este caso, no hay ninguna razón de peso que justifique avanzar en esta dirección. Marcela Cubillos es enérgica, tiene agenda y defiende con fuerza sus convicciones, y es posible incluso que su estilo desagrade a muchos. Sin embargo, nada de ello justifica una acusación constitucional. La gravedad de esta medida queda bien ilustrada en la pregunta que debe responder el Senado en caso de que el libelo sea aprobado en la Cámara Baja: ¿Marcela Cubillos es culpable o inocente? No se trata de determinar si la ministra está equivocada, ni evaluar la calidad o pertinencia de sus argumentos, sino que debe juzgarse su eventual culpabilidad. Por lo mismo, la pena es especialmente severa (prohibición de ejercer cargos públicos por cinco años).

Desde luego, el PS siempre podrá decir que esta herramienta ya ha sido utilizada, y no le faltará razón. Hay precedentes en la materia, aunque nadie debería sentirse muy orgulloso de ellos. Yasna Provoste y Harald Beyer —ambos, titulares de Educación— fueron destituidos por motivos más que discutibles, y la derecha fue la primera en apretar el gatillo. En los dos casos se escogió este camino para resolver momentos de alta tensión, pero dificulto que haya alguien dispuesto a sostener hoy que Provoste y Beyer eran culpables y que merecían la pena correspondiente. Así, el instrumento se ha banalizado, y, de hecho, ambos sectores han presentado múltiples acusaciones como modo de zanjar desacuerdos políticos. El actual oficialismo ha acusado a Javiera Blanco, Carmen Castillo, Luis Bates, Jorge Rodríguez Grossi, Ricardo Lagos y José Pablo Arellano, entre otros; mientras que la actual oposición ha hecho lo propio con Emilio Santelices y Rodrigo Hinzpeter. Aunque estas acusaciones no prosperaron, grafican bien cuán gastado está el resorte institucional. Y la derecha ha participado alegremente de este proceso, por más que rasgue vestiduras.

Sin perjuicio de lo anterior, cabe añadir un elemento que modifica la composición de lugar: tanto en Chile como en el extranjero han emergido fuerzas políticas que se sitúan al margen del sistema, o que al menos coquetean con esa alternativa. El principal negocio de esos sectores es desacreditar a la clase política tradicional, a la que acusan de ser inoperante y ensimismada. En la medida en que estos grupos adquieren fuerza, las tradicionales disputas entre grupos dejan de ser una simple jugarreta entre políticos profesionales que mantienen el control de la situación y se convierten en una especie de ruleta rusa. Dicho de otro modo, hay quienes esperan ansiosos que los resortes del sistema se sigan gastando, pues así verían confirmado su diagnóstico.

Esto se vuelve más patente si consideramos que el efecto político de la acusación —más allá de su resultado final— será que nos pasaremos varias semanas en una reyerta muy lejana a las inquietudes de la población. Así, se nos habrá ido el año en discusiones más bien estériles e inconducentes. Es cierto que esto le permite a la oposición ocultar sus dificultades más profundas, y también quitarle la manija al Gobierno —si es que alguna vez la tuvo—, pero implica entrar en una dinámica muy riesgosa. En efecto, es dudoso que los diputados socialistas estén en condiciones de manejar el movimiento que están provocando y, en ese sentido, la acusación tiene mucho de irresponsable. En un entorno cada vez más fragmentado y polarizado, cuesta entender qué sentido tiene jugar con fuego. Nadie sabe, de verdad, cuán sólidas son nuestras instituciones, ni quién saldrá beneficiado de este río revuelto. Por lo mismo, dirigentes con vocación de mayoría no deberían prestarse para seguir horadando la legitimidad de un sistema que aspiran a gobernar. Allí reside, creo, el principal pecado socialista, que deja en una incómoda posición a sus precandidatos presidenciales. Al insistir en una acusación sin fundamentos reales, en un momento político delicado, dicha colectividad parece renunciar a su vocación de poder. Quienes compiten por el mismo espacio político están tomando nota.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el domingo 8 de septiembre de 2019.