Quevedo, el profeta

Bruno Moreno | Sección: Arte y Cultura, Religión

No creo que sea una casualidad que poeta rime con profeta. Siempre me ha parecido que los poetas, si son buenos, nos anuncian de algún modo una palabra que viene de Dios, permitiéndonos oír, aunque sea de lejos, la música callada que mueve el universo. Hasta me gusta pensar que quizá haya algún ángel feliz encargado de inspirar a los poetas, como decían los antiguos griegos que hacían las musas.

No digo esto porque sí, ni por ponerme lírico, sino porque en muchas ocasiones he notado que hay poemas proféticos que, con palabras humanas, pero a imagen de la Palabra de Dios, son como espada de doble filo que penetra hasta la división entre alma y espíritu y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Uno de estos poemas, a mi juicio, es el famoso soneto de Quevedo sobre la ciudad de Roma, titulado “Buscas en Roma a Roma”:

Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino!

y en Roma misma a Roma no la hallas:

cadáver son las que ostentó murallas

y tumba de sí proprio el Aventino.

Yace donde reinaba el Palatino

y limadas del tiempo, las medallas

más se muestran destrozo a las batallas

de las edades que Blasón Latino.

Sólo el Tíber quedó, cuya corriente,

si ciudad la regó, ya sepultura

la llora con funesto son doliente.

¡Oh Roma en tu grandeza, en tu hermosura,

huyó lo que era firme y solamente

lo fugitivo permanece y dura!

En estos versos geniales, Quevedo contrapone hábilmente la Roma clásica, cabeza y origen de un imperio inmenso, sojuzgadora de pueblos, autora de proezas arquitectónicas, maestra y civilizadora, con las pobres ruinas romanas, medio tapadas por la maleza, que se podían ver en su época. El viajero que llega a la ciudad espera encontrar lo que ha leído en los libros, la Roma imperial esplendente y maravillosa, pero solo descubre piedras caídas e inscripciones casi borradas, hasta el punto de que le parece estar ante una tumba y no ante la gran urbe de la antigüedad. De alguna forma, el lugar donde menos se puede ver la admirada Roma clásica es la propia ciudad de Roma, que ha perdido su gloria. ¡No se puede hallar a Roma en Roma!

Como suele suceder con las profecías, sin embargo, bajo este primer sentido humano del poema late una verdad más profunda y sobrenatural. La misma sensación de desolación, decadencia y pérdida que describe Quevedo con respecto a la Roma imperial podría aplicarse en este tiempo a la Iglesia, de la que es imagen la ciudad de Roma.

A menudo hoy se nos hace difícil ver a Roma en Roma, a la Iglesia en la Iglesia. Su rostro está empañado, su gloria velada, su sabiduría parece haberse trocado, en boca de sus propios maestros, en lugares comunes y vanas expresiones a la moda. Sus profetas ya no gritan lo que Dios dice, sino lo que el mundo quiere oír, sus sacerdotes adoran ídolos hechos a su propia imagen y semejanza en lugar de dar culto a Dios, tantas de sus vírgenes parecen haberse vuelto necias y no esperan al Esposo, porque prefieren la oscuridad a la luz. Los encargados de administrar las riquezas de la Tradición de la Iglesia y repartirlas a los pobres prefieren engañarlos con el pan que no alimenta de las ideologías políticas, el bienestar y el sueño de un progreso material cada vez más inhumano.

A semejanza de las viejas ruinas romanas, el maravilloso edificio de la enseñanza y la moral de la iglesia parece derrumbarse o, cuando menos, está oculto por los arbustos y malas hierbas de la mundanidad, el subjetivismo y las pasiones inconfesas. Sus legiones tiran las armas al suelo y se rinden sin presentar batalla ante modernas ideologías que no podrían ser más débiles, absurdas y evidentemente falsas. Por millones, sus ciudadanos la abandonan cada día, desencantados, y buscan su felicidad en pálidos remedos de la Ciudad que, sin embargo, mezclados con grandes errores, parecen haber conservado algunas de sus glorias.

Como dice la Escritura, se sabe si un profeta es verdadero porque sus profecías se cumplen. Pues bien, los versos magistrales de Quevedo, a una distancia de cuatro siglos, se cumplen en nosotros y son una terrible condena de la tibieza y la mundanidad en que hemos caído. El día del Juicio, Quevedo se levantará y dará testimonio contra nosotros, porque nos lo advirtió y no quisimos escucharle. No solo los profetas y los santos nos reprenden, también los poetas.

Hay, sin embargo, una gran diferencia. La antigua Roma imperial cayó, dejando ruinas gloriosas y nostalgia de grandezas que pasaron. La Roma eterna, en cambio, nacida de una alianza que dura para siempre y de una sangre que habla mejor que la de Abel, no puede pasar, no puede morir, porque la muerte ha sido absorbida en la victoria, porque es la Amada del más hermoso de los hombres y su amor es más fuerte que la muerte. En sus versos, Quevedo se lamenta de que solo ha quedado de la antigua Roma el río que cambia sin cesar, pero con la Iglesia sucede lo contrario: lo que permanece es precisamente lo que no cambia, aunque en ocasiones se esconda a nuestros ojos.

La Esposa de Cristo sigue siendo una, santa, católica y apostólica, aunque esas características estén ocultas por las miserias humanas. ¿Que los hombres que componen la Iglesia y la hacen presente hoy son débiles, torpes o incluso en algunos casos malvados e impíos? No importa. O, si me apuras, casi mejor así, porque en su debilidad brillará el poder de Dios y en su pecado la santidad de su Esposa.

¿Estás entristecido y desesperanzado al ver la decadencia de la Iglesia? Bueno es que sufras y te duelas, porque conviene que un hijo sufra cuando ve a su madre enferma, pero no cedas a la desesperanza, que es como repudiar a esa madre en la hora de mayor necesidad. ¿Ya son años los que llevamos de crisis y no parece que las cosas mejoren? Para el Señor un día es como mil años y mil años son como un día. Permanece fiel, no sea que un día te hagas acreedor de las duras palabras que escucharon los apóstoles de labios de su Maestro: “¿es que no habéis podido velar conmigo ni una hora, o un año, o un siglo?”.

Dios sabe lo que sufres y por eso envió a su Hijo para que sufriera contigo en Getsemaní. Ni uno solo de tus cabellos cae sin que Él lo vigile. Sosiégate, porque estás en sus manos y no hay manos mejores. Dios sabe lo que hace y los errores y maldades de los hombres nada pueden contra él. Se sublevan los reyes de la tierra y los príncipes se alían contra el Señor y contra su Mesías, pero el que vive en el cielo sonríe; desde lo alto, el Señor se ríe de ellos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por InfoCatolica en  http://www.infocatolica.com/blog/espadadedoblefilo.php/1908270122-quevedo-el-profeta#c588318, el martes 27 de agosto de 2019.