Mortinatos

Hernán Corral T. | Sección: Política, Sociedad, Vida

Lista para su publicación quedó la ley que establece un registro de criaturas humanas que han muerto antes o en el parto, después de que fuera promulgada por el Presidente Piñera la semana pasada. 

La nueva ley permite a los padres registrar a sus hijos mortinatos para dejar constancia de su nombre, apellidos, sexo y filiación. Si bien la Ley de Registro Civil ordenaba la inhumación de los restos de estos niños, no permitía su inscripción y, por tanto, el pase de sepultación les era otorgado como “N.N.”. Este tratamiento incrementaba el dolor del duelo por la pérdida que sufrían madres y padres, ya que veían que el cuerpecito de sus niños era considerado un anónimo “desecho biológico”, sin posibilidad de ofrecerle una sepultura con nombre. 

Ante las peticiones de varias agrupaciones de mujeres que desde hace años luchaban para conseguir un reconocimiento de sus hijos nonatos, y los testimonios de las experiencias dramáticas que varias de ellas expusieron en el Congreso, no hubo quien no empatizara con su sufrimiento y el proyecto consiguió apoyo transversal. Debe reconocerse el tesón del Gobierno y del ministro de Justicia, Hernán Larraín, que trabajaron arduamente para sacar adelante esta noble iniciativa. 

Llama la atención, sin embargo, la cantidad de prevenciones que se incluyeron en el proyecto para tratar de desmentir lo indesmentible: que la ley reconoce a la criatura que muere antes de nacer como un ser humano. Se habla de “catastro” cuando en realidad es un registro y se define al mortinato como “producto de la concepción” que cesa en “sus funciones vitales” antes del alumbramiento. Además, se subraya que la inscripción “no implicará reconocer estatuto jurídico o derecho alguno al mortinato” y que ella no producirá “ninguna otra clase de efectos jurídicos en ningún ámbito”. El trasfondo de estas salvedades se revela al observar que todo un artículo se reserva para advertir que la ley no podrá interpretarse de manera que obstaculice “de modo alguno” el acceso a los servicios de interrupción voluntaria del embarazo. 

Todas estas declaraciones son inútiles porque el fin y el texto de la normativa las desvirtúa. La ley dice que el mortinato es una “criatura” —que, no siendo animal, no puede ser sino humana—, dispone que para inscribirlo se requiere un “certificado de defunción”, documento que solo se otorga para acreditar la muerte de un individuo humano, y contempla que deben inhumarse sus restos según las reglas de la Ley de Registro Civil. Más aún: al permitir que un registro oficial recoja el nombre, apellidos, sexo e identidad de los progenitores, se está reconociendo que se trata de un niño o niña con una biografía que, aunque breve, resulta significativa tanto familiar como socialmente.

Por más que la ley diga que no reconoce un estatuto al no nacido, lo cierto es que completa el ya existente. Tampoco era necesario establecer que no puede utilizarse para restringir el aborto en tres causales: ¿de qué manera podría ser usada como obstáculo si se trata de niños que han sido intensamente deseados y cuyos padres lloran su pérdida? 

Que se haya insertado una declaración de que esta regulación legal no implica reconocer “derecho alguno al mortinato” es algo que raya en la paranoia: no puede ser titular de derechos una criatura que perece antes de nacer, como nadie que haya muerto.

En todas estas inquietudes se aprecia la (mala) conciencia de que el derecho al aborto desconoce una realidad antropológica evidente: que el que está por nacer es un ser humano, que es un hijo, con una madre y un padre, incluso estando todavía en el seno materno. 

¿O se les dirá a las madres y padres que han perdido a un nonato que esta ley solo tiene por objeto permitirles hacerse la ilusión de que tuvieron un hijo, cuando en realidad se trataba de un montón de células o un órgano corporal extirpable? 

Claramente no es así y, pese a quien le pese, si hemos de tomarla en serio, esta ley constituye un rotundo reconocimiento de la personalidad del que está por nacer y de su inviolable dignidad como individuo de la especie humana.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago, el jueves 22 de agosto de 2019.