La libertad individual en el punto de mira

Carlos López D. | Sección: Política, Sociedad

Vivimos un tiempo donde la libertad es reverenciada de la manera más hipócrita imaginable, elevando a la categoría de primeras virtudes la “rebeldía” y la “transgresión”, mientras que ¡ay de ti si te atreves a cuestionar lo que la elite progresista global considera que no es siquiera debatible!

Para abortar a tu hijo, para experimentar formas de sexualidad “no normativa”, para cambiarte de sexo, o elegir una de las decenas de “géneros” con los que algunos aseguran identificarse, cada vez hay menos obstáculos, si es que queda alguno, al menos en Occidente. Incluso se pretende destruir la inocencia infantil, induciendo a los niños a que se planteen esas opciones a edades cada vez más tiernas.

Pero no sueñes con criticar la seudociencia del “género”, que niega algunos de los hechos más básicos de la biología humana. Tampoco se te ocurra opinar que a lo mejor dentro de cincuenta años no se va a producir la catástrofe climática con la que nos amenazan diariamente. Y no te atrevas a poner en duda que la inmigración masiva sea la única solución de la baja natalidad, o a señalar los problemas de conflictividad que acarrea, en especial la inmigración musulmana. Si osas hacerlo, serás anatemizado con calificativos infamantes, intentarán destruirte socialmente, multarte y hasta, si pueden, meterte en la cárcel.

Ahora bien, la cosa va más allá de perseguir al disidente. Las que están hoy en el punto de mira son las formas más elementales de libertad individual, las de millones de seres humanos normales y corrientes que en muchos casos ni siquiera se han preocupado jamás de cuestiones políticas o ideológicas. Cada vez con mayor insistencia se lanzan globos sonda del siguiente tenor: no deberíamos tener hijos, no deberíamos comer carne, no deberíamos conducir un coche privado, no deberíamos viajar en avión, etc.

Podemos tomarnos a broma semejantes “recomendaciones”. Pero haríamos mal, porque el mero hecho de que desde la ONU o cualquier administración nacional o local, así como desde las mal llamadas ONG, a las que en general les sobra la letra N, se atrevan ya a sugerirnos el número de hijos que debemos tener o no, lo que debemos comer o cómo debemos movernos, revela una mentalidad totalitaria inequívoca.

Los totalitarios del presente ya no son revolucionarios, no pretenden destruirlo todo en un espasmo de violencia para implantar el paraíso socialista. Han aprendido que es mucho más efectiva (y cómoda para ellos) una estrategia gradualista, de pequeños pasos, de sucesivas “conquistas sociales”, de objetivos parciales, fijados por comités de “expertos” con plazos realistas. Pero su finalidad es la misma que la de los comunistas del siglo XX, responsables de los mayores genocidios de la historia, junto con sus primos hermanos los nacionalsocialistas.

El ideal progresista más o menos secreto, más o menos confeso, es una sociedad regida por un gobierno mundial en el que la única libertad individual sea la sexual y consumista, mientras que una administración prácticamente omnipotente se haría cargo de nuestras vidas, desde la cuna hasta la tumba. Una sociedad en la que sólo existirían individuos “liberados” de cualquier vínculo tradicional o incluso biológico, de cualquier dogma religioso o moral no estrictamente utilitarista, frente a un Estado teóricamente benevolente que les garantizaría la felicidad material y la ausencia de dolor hasta el fin de sus días, probablemente en una acogedora sala de eutanasia.

Los pretextos de este nuevo totalitarismo son sobradamente conocidos: salvar el planeta, luchar contra el machismo, la homofobia y el racismo. En estas amenazas que supuestamente afligen a la humanidad, la mayor parte es pura invención, o no son aplicables a las sociedades occidentales. Por no ser prolijo, me limitaré a comentar sólo el catastrofismo climático.

Es innegable que existe una tendencia al calentamiento global desde hace décadas. Según los registros que publica la agencia NOAA (National Oceanic and Atmospheric Administration) de los Estados Unidos, desde finales de la década de los setenta, la temperatura global media ha sido superior al promedio del siglo XX, y además de manera creciente, aunque no exactamente lineal. Por ejemplo, la variación de enero de 1978 fue de 0,22° más. En 2017 alcanzó el máximo, casi un grado (0,99°), aunque en los dos últimos años se ha suavizado levemente: 0,89° en 2018 y 0,84° este año. En cualquier caso, la tendencia general es evidente. Pero la pregunta es: ¿por cuánto tiempo persistirá?

La respuesta depende de la teoría con la cual expliquemos el calentamiento. La teoría oficial que defienden muchos científicos y sobre todo las instituciones políticas y los medios de comunicación, es que el calentamiento está correlacionado con la cantidad de gases emitidos por el hombre, como el CO2 entre otros. Si esto es así, y dichas emisiones no se controlan, la temperatura seguirá aumentando con efectos a medio y largo plazo catastróficos, como la subida del nivel del mar debido al deshielo de la Antártida y de Groenlandia, el incremento de fenómenos meteorológicos extremos, e incluso migraciones y guerras debido a la desertización de amplias regiones del planeta.

A esta teoría se le pueden hacer varias objeciones, pero principalmente dos. La primera, que un factor de carácter cíclico como las variaciones en la radiación solar, observadas por los astrofísicos, podría ser mucho más importante que la acción humana, como lo demuestran los cambios climáticos producidos en la Edad Media y en épocas muy anteriores al Homo Sapiens. La segunda, que incluso aunque el impacto antrópico fuese tan relevante como se afirma, aún estamos lejos de poder predecir mecánicamente sus consecuencias.

Sin embargo, tanto las instituciones políticas como los medios de comunicación pretenden que las previsiones más alarmistas representan las únicas científicamente válidas, y además, en contra del propio método científico, las han elevado a la categoría de verdades absolutas. Discutirlas es situarse, según ellos, fuera de los límites del debate racional, algo así como defender que la Tierra es plana o que el cáncer se puede curar con homeopatía. De ahí que se llame negacionistas a quienes discrepan del ecocatastrofismo.

Esta elevación de la teoría del cambio climático a un rango seudorreligioso tiene como función postular una emergencia planetaria que eventualmente justificaría medidas draconianas contra la libertad de los individuos. Para algunos aprendices de totalitario, puede llegar un momento, si es que no ha llegado ya, en el que haya que tomar medidas drásticas con el fin de reducir la población humana y la contaminación.

Esto no es un regreso al milenarismo, como algunos interpretan perezosamente. No es que los antiguos profetas que predicaban el fin de los tiempos (“¡Arrepentíos, pecadores!”) se hayan transmutado en altos cargos de la ONU o en directivos de chiringuitos climáticos. Aquéllos eran a menudo sencillos moralistas, con frecuencia de vida sumamente austera, que trataban de influir en la conducta del prójimo mediante la palabra. Los de hoy son dictadores potenciales y arrogantes que disfrutan de posiciones socialmente privilegiadas, pero que sueñan con mucho más poder.

Van a por nuestras libertades, pero no las de alcoba, que ni los más celosos inquisidores del pasado podrían soñar en sorprender, por mucho que quisieran. La libertad sexual nos la conceden astutamente, a cambio de que les dejemos fiscalizar todo lo demás. Ya están casi plenamente desarrollados los medios técnicos (geolocalización, dinero electrónico, cámaras con reconocimiento facial, inteligencia artificial, etc.) para llevarlo a cabo hasta las últimas consecuencias. Si lo permitimos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog  Cero en Progresismo, el sábado 24 de agosto de 2019.