El padre, el hijo… y el móvil

Luis del Val | Sección: Familia, Sociedad

El escritor japonés Haruki Murakami suena casi todos los años como candidato al Premio Nobel de Literatura pero, a la vez que tiene entusiastas seguidores, cuenta con un amplio número de detractores, que es probable que consigan neutralizar las voluntades de los académicos suecos. A mí no me deslumbra de una manera intensa, pero reconozco que es una voz diferente en el apelmazado y reincidente ambiente de la narrativa contemporánea. Puede que sea un reflejo de su vida, porque este es un japonés que, en lugar de ir a clase a la universidad, se dedicaba a vender discos en una tienda y a frecuentar clubes de jazz, hasta el punto de que abrió un bar de jazz, cerca de Tokio, que regentó junto a su esposa, durante algunos años. Como soy bastante cateto y no he estado nunca en Japón, la idea de que un japonés abra un club de jazz cerca de Tokio me produce parecida impresión a la de enterarme que otro japonés hubiera inaugurado una escuela taurina en Coslada, cerca de Madrid.

Sin embargo, mi propósito no es escribir sobre el fatalismo y el humor en la obra del escritor japonés, ni tampoco sobre su biografía, sino sobre un libro suyo de hace diez años, y en el que se dedica a perorar sobre su obsesión por correr, todos los días, y varios kilómetros. Para no engañar al posible lector el libro se titula “De qué hablo, cuando hablo de correr”. Correr y andar son dos actividades bastante parecidas, aunque la segunda es menos perjudicial para las rodillas y, a partir de determinada edad, mucho más saludable para el corazón.

No he corrido nunca, pero hace varios años que todos los días ando entre sesenta y noventa minutos. Sin ruta. Sin horario. Sin plan trazado. Y con arabescos y rodeos, donde parece que recuerde aquella máxima de Saint Exupèry: “Caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos”. Entiendo que el escritor, que se perdió entre el cielo y el mar, no hablaba de manera literal, y que pretendía proyectar una sentencia sobre el camino de la vida, pero la ruta que uno lleva, cuando sale a andar, no deja de ser un recorrido de hora y media por tu propia vida. Así que entro y salgo de los parques, atravieso calzadas, me introduzco por calles peatonales, circundo plazas, corto por glorietas, y regreso, cuando creo que conviene no sobrepasar los noventa minutos del límite.

Según los días y los horarios, es frecuente que me tropiece con lo que denomino La Laica Trinidad. Se repite en cualquier barrio, en el distrito que sea, con independencia de la renta per cápita de la zona, de la situación geográfica e incluso si se trata de zona más intensamente urbana o menos. En cualquier situación La Laica Trinidad se itera con machacona fidelidad: el padre, el niño… y el móvil. El niño -unos metros delante, detrás o al lado- intenta reclamar la atención del padre sobre un sucedido que le ha venido a la memoria, sobre una incógnita que decide plantearle a quien supone que todo lo sabe, o sobre algo puntual que le está sucediendo en ese momento, a causa de una piedra, de un resbalón o de cualquiera de las heterogéneas circunstancias que rodean e intervienen en el paseo del niño. Pero el padre no escucha estas peticiones de ayuda, porque está absorto en la pantalla del teléfono móvil, hasta el punto de que a mí me produce la dolorosa impresión de que el padre ha sacado a pasear al teléfono y, justo a punto de salir, la madre del niño le ha pedido que, ya que va a salir a pasear al móvil, por favor, que vaya también con el niño. Sólo así puede explicarse el protagonismo del aparato tecnológico y la subalterna consideración del cachorro, que viene a ser una especie de añadido engorro contraído en el último minuto.

No voy a lanzar ninguna piedra, ni a ponerme pesadamente ejemplarizante, entre otras cosas, porque cuando me tocó ejercer de padre no existían los teléfonos móviles. Pero, muchas, muchas veces, cuando el periplo vital te invita a llevar a cabo el balance de momentos pasados, no dejo de lamentar algunos viajes, algunas cenas de compromiso, algunas ausencias, que, vistas desde esta esquina del calendario, ni eran tan importantes, ni tan imprescindibles.

Hace poco, entré con mi mujer a ver una gran película de modestas pretensiones, escrita y dirigida por Clint Easwood, quien, camino de los noventa, nos ha dejado lo que para mí es una pequeña obra maestra: “Mula”. Y, mira por donde, no aparece en la película La Laica Trinidad, pero sí están presentes los padres tan volcados al exterior que se olvidaron de sus hijos, y los ciudadanos, tan volcados en sus teléfonos digitales, que se olvidan de la vida. Y, mientras en un paseo, andando, puedes volver por el sitio por el que has venido, en el camino de la vida, nunca puedes regresar, no a la estancia de varios años anteriores, sino ni siquiera al minuto anterior. Puedes rectificar muchas cosas, pero no puedes rectificar el calendario, porque la hoja arrancada jamás volverá. Y pasa para todos, para el niño y para el padre, y, cuando te quieres dar cuenta, aquel niño que te hacía preguntas, aquel niño que reclamaba tu atención, aquel niño que una tarde cualquiera fue mucho menos importante que un teléfono, se ha hecho bastante mayor, puede que ya tenga algunas canas en el pelo, mientras el móvil del padre apenas recibe mensajes, whatsapps o llamadas, salvo las de algunos aburridos amigos, muy pocos, cuyo teléfono tampoco reclama ni atenciones, ni auxilios.

El teléfono móvil es un gran invento, pero el hijo es una condición tradicional, irrepetible y maravillosa, con fecha de caducidad, como cualquier producto del mercado, incluido el móvil. Y el móvil se puede cambiar, incluso sustituirlo por otro de última generación, mucho más completo y con más funciones. Los hijos, en cambio -y en esto la tradición biológica es inalterable- no pueden ser sustituidos por otros con mayores prestaciones y, además, con el privilegio de estrenarlos.

Y, es cierto, lo reconozco, un hijo pequeño no te puede poner en contacto con Google, ni abrirte el correo, ni relajarte con vídeos humorísticos, ni convertirse en una calculadora precisa. Pero puede que un hijo -en sus ignorancias, en sus inocencias- sea algo más interesante que un teléfono, algo más estimulante y, sobre todo, algo más digno de ser amado. Y es probable que, dentro de unos años, para que ese niño no se convierta en un padre que dedica más atención a objetos de alta tecnología que a la más alta de las tecnología que es la vida, requiera unos minutos de atención, la limosna de algo de tiempo, a no ser que La Laica Trinidad sea un aviso previo a la llegada de unas generaciones, donde los nietos del padre aferrado al móvil se hayan transformado ya en unos perfectos monstruos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por ABC en https://www.abc.es/opinion/abci-padre-hijo-y-movil-201907032352_noticia.html, el jueves 4 de julio de 2019.