El alma dividida de Piñera

Juan Ignacio Brito | Sección: Política

Puede resultar interesante volver a la entrevista que dio el Presidente Sebastián Piñera a El Mercurio hace ya varios días y que, me parece, no pierde relevancia pese al tiempo transcurrido. En concreto, me resultó llamativa una respuesta que reproduzco casi en su totalidad: “¿Cuál es nuestro relato? Nuestro relato es simple. En primer lugar, tenemos una misión a cumplir: transformar a Chile en un país desarrollado sin pobreza, antes de que termine la próxima década, que está golpeando nuestras puertas. Segundo, cumplir los compromisos de nuestro programa de gobierno. Tercero, poner las prioridades del gobierno donde están las prioridades de la gente (…) Y finalmente, dejar un país mejor que el país que recibimos, y dejar un país mejor para nacer, para crecer, para educarse, para formar familia, para trabajar y para envejecer. Ese es nuestro relato”.

La larga respuesta del Presidente es decidora en varios aspectos. En primer lugar, deja en claro la confusión del mandatario y su administración en torno a qué es un relato, lo cual permite entender las dificultades para encontrar uno.

Yendo más al fondo, sin embargo, la respuesta del Jefe de Estado expone problemas de identidad que subyacen al proyecto piñerista. Al enumerar sus objetivos, el mandatario quizás no se da cuenta de que ata y desata al mismo tiempo, evidenciando tensiones que son imposibles de resolver en ausencia de definiciones de alto calado. Gracias a su experiencia acumulada en La Moneda, Piñera y su equipo saben que gobernar demanda priorizar, lo cual equivale a tomar decisiones que generarán adhesiones y favorecidos, pero también dejarán descontentos y heridos.

Una antigua viñeta de la revista Topaze mostraba al Presidente Eduardo Frei conversando con un carabinero mientras conducía un auto de manera zigzagueante. “Tome su derecha o su izquierda, pero tome algo”, rezaba un letrero de tránsito a la orilla del camino. Piñera enfrenta una disyuntiva similar, pues hasta ahora parece incapaz de escoger un rumbo definido, con lo cual da origen a un zumbido constante que exaspera a moros y cristianos y, seguramente, termina restándole apoyo. Es probable que ese zigzagueo se deba a una tensión liberal-conservadora que el Presidente no está dispuesto a zanjar.

El listado de objetivos que Piñera definió en la entrevista a El Mercurio como su relato saca a relucir las contradicciones internas que afectan al quehacer presidencial. La obsesión del mandatario por el desarrollo responde a su alma liberal, pues parece sugerir su adhesión al dogma que cree a ciegas en las bondades y la inevitabilidad del progreso. El liberalismo postula que la historia posee una direccionalidad que apunta hacia el progreso. Por ello da la bienvenida al cambio y la innovación, que a menudo adoptan la forma de tendencias dominantes, encarnación del avance irrefrenable hacia la modernidad. Para Piñera esto es primordialmente visible en la dimensión económica.

El desarrollo parece ser el non plus ultra para el Presidente, un fin en sí mismo y un imperativo moral que viene prometiendo hace tiempo y cuyo arribo ahora ha postergado para fines de la década que viene. En esto comparte el diagnóstico de otros dirigentes –desde Ricardo Lagos hasta Andrés Velasco— que han prometido el esquivo desarrollo en fechas concretas solo para ver luego retrasada su entrada en vigencia. El hecho de que continuamente el plazo sea alargado debería sugerirles lo esquivo de la utopía progresista, pero no parece amedrentarlos: siguen diciendo que el desarrollo es un objetivo al alcance de la mano y que, junto con su arribo, Chile será capaz de solucionar sus problemas. Viviremos satisfechos una vez que seamos desarrollados.

Naturalmente, basta echar una mirada al Primer Mundo para advertir que los países que lo integran han solucionado muchos problemas, pero están muy lejos de haber alcanzado la felicidad o superado crisis existenciales severas, como la que parecen atravesar hoy mismo. El desarrollo no es la panacea que nos han descrito, sino solo una etapa más en la que el ser humano se ve afectado por sus flaquezas y virtudes tal como le ha ocurrido siempre a lo largo de la historia.

Como cualquier sociedad en transición, Chile tiene una relación compleja con los claroscuros de la modernidad, que, por un lado, iluminan nuestra convivencia y, por otro, la ensombrecen. Hay una serie de problemas novedosos que han surgido en el último tiempo que son propios de una sociedad en transición a la modernidad, como por ejemplo la obesidad, la amenaza al medioambiente, el consumismo, el alza en la tasa de suicidios juveniles, el elevado consumo de drogas, el agudo descenso de la natalidad o la destrucción de la familia y la pérdida de autoridad, entre muchísimos otros.

Lo curioso es que el Presidente, al mismo tiempo que celebra y promueve el desarrollo, denuncia muchos de sus efectos culturales y prácticos y declara en torno a ellos de una forma que podría definirse como conservadora. Sus afirmaciones acerca de la manera de enfrentar la delincuencia, sobre el matrimonio homosexual, la familia, el patriotismo, el mérito escolar, los riesgos de la autonomía progresiva de los menores y el aborto, por ejemplo, parecen responder a una lógica distinta y no logran encajar con el “Piñera liberal”.

Las dudas emergen porque Piñera abraza a la vez dos cosmovisiones incompatibles: la del optimismo liberal y la de la cautela conservadora. ¿Qué puede esperarse de esa contradicción esencial?  Poco, pues, como dijo C.S. Lewis, no puede “removerse el órgano y continuar demandando la función” que éste desempeñaba. La modernidad, decía el escritor inglés en La abolición del hombre, ha vaciado el pecho de las personas y aún así espera de manera vana que ellas se comporten con iniciativa y virtud.

A diferencia de los “fusionistas” norteamericanos, que a fines del siglo pasado lograron construir una síntesis convincente –aunque solo momentánea— entre virtud y libertad que encontró su máximo exponente en Ronald Reagan, en Chile nadie en la derecha ha tratado de ir más allá de un pacto electoral entre liberales y conservadores para enfrentar a las fuerzas de izquierda y centroizquierda. Chile Vamos es la enésima versión de esa alianza poco santa donde por demasiado tiempo han quedado cosas sin decir, lo cual genera tensiones que se hacen cada vez más evidentes e ineludibles.

El zigzagueo político y el desprecio por las definiciones conceptuales de Piñera –sin duda alguna el principal dirigente de la centroderecha chilena en las últimas décadas— han ayudado a que esta tensión se eternice y a que la majamama doctrinaria de la derecha chilena no encuentre vía de salida. A esto se suma, y en esto tiene razón el mandatario, que los intelectuales del sector son mejores para criticar que para proponer y que han perdido la influencia que alguna vez tuvieron. El profesor de filosofía de la UDP Hugo Herrera se ha quejado de la ausencia de intelectuales en el debate conceptual reciente de la derecha chilena, lo que marca un contraste con épocas pasadas cuando gigantes como Jaime Eyzaguirre, Mario Góngora, Gonzalo Vial o Jaime Guzmán ilustraban e incluso conducían la discusión. Aunque esta falencia ha ido aliviándose en los últimos años con aportaciones interesantes desde vertientes conservadoras (Daniel Mansuy, Claudio Alvarado, Josefina Araos), nacionalistas (el propio Herrera) y liberales (Juan Luis Ossa, Valentina Verbal), falta todavía que los partidos políticos y las autoridades del sector los escuchen con atención y sean capaces de internalizar su diagnóstico.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero en  https://ellibero.cl/opinion/juan-ignacio-brito-el-alma-dividida-de-pinera/, el jueves 4 de julio de 2019.