De la queja a la imaginación

Gonzalo Rojas S. | Sección: Educación, Sociedad

Concluyo con este texto la serie de doce columnas destinadas a mostrar algunos de los males de nuestra sociedad y a ofrecer uno que otro remedio en cada caso.

Y qué mejor que hacerlo justamente con esa notable deficiencia que presentamos los chilenos cuando llega el momento de buscar soluciones y, sobre todo, de ponerlas en práctica.

En Ortodoxia, Chesterton afirma que, para practicar la reforma social, primero, hay que tener disgusto por el estado actual de las cosas. En eso, los chilenos estamos empatados en el primer lugar del ranking mundial con… da lo mismo con quién, pero no cabe duda que somos campeones mundiales. Hasta ahí, vamos bien.

En segundo lugar, afirma el inglés que tenemos que tener la voluntad de cambiar lo que consideramos que está mal. Aquí comienzan nuestros problemas, porque de la queja a la acción, ya lo sabemos, hay mucho trecho. ¡Cuánta pasividad! ¡Cuánto “ya lo hará otro mejor que yo!”

Finalmente, dice el gran gordo, tenemos que saber cómo se hace ese cambio. Nuevo problema: inteligencia no falta en Chile, ya sea la que se expresa en la peculiar pillería nacional o la que consiste en la capacidad de unos pocos para aspirar a nuevos Nobel. Hay mucho cacumen en la Patria, qué duda cabe. Pero, ¿cómo andamos de imaginación? Hace ya unos 35 años Alejandro Llano la llamó “la gran ausente” en los tiempos contemporáneos. No estaba refiriéndose a Chile, ciertamente, pero de habernos conocido antes de formular su tesis, sin duda habríamos podido ser uno de sus ejemplos favoritos.

O sea, que dos cosas parecen faltarnos. Justo cuando en Chile sobran disgusto e inteligencia, hay sequía de voluntad y de imaginación. O, en el mejor de los casos, apenas chubascos.

Por eso, cada vez que alguien se queje, bueno en realidad, cada vez que uno mismo se queje, es imprescindible detenerse a formular la pregunta maldita: ¿estoy, estamos, dispuestos a pensar a fondo cómo solucionar el problema y ponernos manos a la obra? Por siniestro que fuera el personaje que en una ocasión lo dijo, esta vez la cita vale: “usted me ha planteado un problema, pero yo le he pedido una solución”.

¿Dónde comenzar?

Por donde han partido todos los padres y madres sensatos, especialmente ellas, con los hijos que se quejan: “Hágalo usted, o al menos comience. ¿No sabe cómo? Pregunte”. Y después ayudan, colaboran, corrigen, terminan junto con el hijo la solución en marcha.

Y eso vale exactamente igual para la enseñanza formal, desde la básica a la postdoctoral. Si cada profesor oye con paciencia los disgustos de sus alumnos, con mayor paciencia tiene que animarlos a ofrecer soluciones y ponerse manos a la obra. Hay una socrática mayéutica también en eso.

Por supuesto es más fácil que lo haga el adulto, pero entonces terminará quejándose de estas nuevas generaciones, tan sin voluntad y tan sin imaginación, justamente porque no supo exigirles en esas dos dimensiones capitales para el progreso humano. Y entonces los once problemas que planteamos en las once columnas anteriores, se quedarán donde mismo o irán a peor.

No, eso sí que no.