Cristo vence la muerte

José Tomás Hargous F. | Sección: Religión, Sociedad

Este lunes recibimos con tristeza el incendio de la Catedral de Notre Dame de París. Si bien se dijo oficialmente que era un accidente, algunos ya señalan que habría sido un atentado. Razones no faltan, considerando el historial de iglesias incendiadas en las últimas semanas en Francia. Sin embargo, en esta columna no me quiero referir al móvil del incendio, si es que hubo alguno.

Muchos se han referido al símbolo que transmite Notre Dame respecto de la secularización de Europa, y en particular de Francia, que a pesar de haber sido la “hija primogénita de la Iglesia”, acunó las revoluciones ilustradas.

El incendio de Notre Dame es un símbolo, sí. Pero no sólo de la descristianización de Occidente como proceso cultural. El incendio nos pilla en pleno inicio de una semana especial. Y nos traslada, simbólicamente, a la primera Semana Santa. En ella, los mismos que alabaron con ramos a Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén montado en un burro, aquel primer Domingo de Ramos, sólo cinco días después, lo condenaron a muerte.

De un modo analógico, el incendio de Nuestra Señora de París, es un símbolo de una sociedad –la francesa en particular, pero occidental en general–. Esa que erigió estas grandes catedrales para rendir culto a Dios y recordar que fue salvada por Nuestro Señor y Nuestra Madre la Iglesia, pero que se ha alejado voluntariamente de Él, lo ha negado, lo ha traicionado y lo ha ejecutado, como ese primer Viernes Santo.

Por supuesto, todos nosotros somos los que condenamos a Jesús cada vez que lo negamos, y no sólo los judíos concretos de esa época que gritaron “¡Crucifícale!” y no sólo los franceses que han quemado (simbólicamente) Notre Dame. La Semana Santa es un momento especial, por tanto, para reflexionar interiormente cómo es mi relación con Él.

Podemos ser como los fariseos, que arrestaron al Nazareno, lo juzgaron en un proceso burlesco, y lo llevaron ante Poncio Pilatos para condenarlo. Podemos ser también como el mismo Pilatos y los soldados romanos, que entendían que su prisionero fue llevado ante el prefecto por envidia, pero no hicieron lo suficiente para impedir una muerte injusta. Podemos ser como Judas, que entregó a Jesús por unas cuantas monedas, y en la desesperación se suicidó.

O como San Pedro, quien negó tres veces a su Maestro, pero se arrepintió y volvió con la Virgen. O podemos ser como San Juan, como la Virgen y Simón de Cirene, que independiente de la intención inicial, siguieron acompañando a Nuestro Señor hasta el final, hasta su muerte en la Cruz.

Desgraciadamente, muchas veces somos como los fariseos o como los romanos. Pero el mismo acontecimiento de este lunes nos muestra que hay esperanza. Mientras la majestuosa catedral gótica se quemaba, un grupo de franceses cantaba lamentando el incendio.

No sabemos si lo hicieron por la pérdida de un inmenso patrimonio cultural como es el ícono de la arquitectura gótica y de la sociedad bajomedieval, o si se dieron cuenta de que es un símbolo de que están –estamos– perdiendo a la Iglesia con mayúscula. Pero, de todas formas, nos da la esperanza de que hay gente que se da cuenta de que todo esto no puede seguir yéndose abajo.

Luego de apagarse las llamas, la Cruz de Notre Dame seguía alzándose en la nave de la catedral, como un símbolo de que, clavado en ella, Cristo venció a la Muerte.

Sí, la Semana Santa, a pesar del dolor, nos debe mostrar que hay esperanza. Si nos aferramos fuertemente a la Cruz de Jesús, vamos a pasar por la muerte –figurada o real–, pero teniendo la certeza de que Él resucitó al tercer día y que, si nosotros buscamos seguirlo cada día, tendremos la esperanza de resucitar también al fin de los tiempos.