La tiranía del terror

Pilar Molina | Sección: Sociedad

¡Ay del que sea alcanzado por esta logia, tanto o más cruel que el Ku Klux Klan o cualquier otra que a usted le inspire miedo! No tocan, pero decapitan socialmente. No usan las instituciones que las democracias se han dado después de miles de años de civilización. No requieren de los tribunales, ni de las instancias de acusación y defensa propias de un Estado de Derecho. A caballo de las poderosas redes sociales van como plaga devastando todo a su paso hasta cercar mortíferamente a la persona objetivo. Cuando la tienen en estado agónico, la aplican el golpe de gracia.

Y también a quienes se atrevan a levantar la voz en su defensa, porque se convierten en sospechosos. Asimismo tienen que dar examen de buena conducta las instituciones que les hayan podido dar trabajo, publicado, difundido. La mejor muestra de no contagio de la peste es el despido inmediato. La mejor defensa, renegar de esos leprosos.

Es un sistema parecido al que usaba Stalin. Las personas acusadas quedaban sin defensa posible y quien osara intervenir por ellas, era hombre muerto también. Sólo se aceptaba la humillación, la petición de perdón, pero sin posibilidades de redención. El pelotón de fusilamiento era insoslayable.

Tantos ejemplos de esta nueva barbarie en Chile y en el extranjero. La semana pasada nos enteramos que Ian Buruma, escritor holandés radicado en Estados Unidos, fue despedido como editor de la revista The New York Review of Books, una de las más importantes de ese país,  por publicar y defender un ensayo de Jian Ghomeshi, un presentador radial canadiense acusado de acoso sexual. El tipo en cuestión había sido investigado y absuelto por los tribunales en 2016 de las acusaciones de agresión sexual que le hicieron más de 20 mujeres. En el ensayo relataba cómo no había expiación para él porque “estoy constantemente compitiendo con una versión villana de mí en línea”. El hecho de permitirle expresarse a los condenados por conducta sexual impropia por #MeToo, sin derecho a rehabilitación social, terminó también con Buruma.

Igualmente, en Estados Unidos, la semana pasada se aplazó en forma indefinida la votación del Comité Judicial del Senado para aprobar o no a Brett Kavanaugh como miembro de la Corte Suprema. Una psicóloga y académica de 51 años lo acusa de haberla agredido sexualmente en 1982, cuando ambos eran menores de edad, en una fiesta. Ella y su familia han sido amenazadas mientras se levanta todo un movimiento para apoyar su denuncia e impedir que el hombre nominado por Donald Trump, que es un juez conservador, llegue a inclinar la balanza a la Corte Suprema.

Más allá de si es o no cierta la acusación, ¿puede ser condenado alguien que a los 17 años, bajo los efectos del alcohol, agredió a una mujer que nunca lo denunció hasta ahora, 36 años después, como un acto de  “responsabilidad cívica”? El juez niega todo, por supuesto, y no han surgido otros testimonios en su contra.

No soy partidaria de darle inmunidad a ningún abusador ni acosador sexual; por el contrario. Pero otra cosa es que buenas causas e intenciones se extremen al punto de convertirse en atropello de bienes superiores, como el derecho a la defensa o la rehabilitación frente a actos impropios de juventud. ¿Será que las redes sociales las alimentan personas perfectas, sin pecado concebidas ellas mismas y sus hijos y nietos, si los tienen?  Y si no los tienen, ¿sus padres y hermanos? ¿Están inmunes a que alguien pueda  detonar el día de mañana la acusación de que están infectados y hay que “purgarlos”?

Este mismo fanatismo se va apoderando del lenguaje y se va traduciendo en que nadie puede defender la vida sin ser considerada contraria a los derechos de la mujer a decidir un aborto. Este todo o nada es un juego de suma cero, destructivo de la sociedad y de la civilización. Queremos más y mejor, no menos y peor.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, www.ellibero.cl