La vuelta a la tortilla

Carlos López Díaz | Sección: Sociedad

Las personas autodenominadas progresistas están generalmente a favor de cosas como que se pueda matar a seres humanos no nacidos, liquidar a enfermos terminales, ayudar a la gente a suicidarse, que los niños puedan ser adoptados por homosexuales mediante vientres alquilados, que un hombre pueda ser condenado por supuestamente maltratar o agredir a una mujer sin necesidad de pruebas, etc.

El gran éxito del progresismo, que lo convierte en la ideología socialmente dominante, consiste en haberle dado la vuelta a la tortilla: que seamos quienes disentimos de los progresistas los que tenemos que defendernos de acusaciones tan infamantes como querer que las mujeres vayan a la cárcel, que mueran en clínicas abortivas clandestinas, que los enfermos agonicen entre horribles sufrimientos, que los gais sean perseguidos y vejados, que los violadores queden impunes, etc.

¿A qué se debe este éxito del progresismo? ¿Cómo pueden triunfar métodos argumentativos tan groseramente emocionales y manipuladores? ¿Cómo es posible que quienes estamos en contra de matar, a favor de proteger a los niños, a los ancianos y a las mujeres embarazadas, y a favor de la presunción de inocencia, nos hallemos a la defensiva, teniendo a veces que afrontar consecuencias desagradables por expresar nuestras opiniones?

Se dice en ocasiones, con razón, que los progresistas sencillamente son más hábiles en el manejo de la propaganda. El marxismo cultural, con la ideología de género y el movimiento LGTB como puntas de lanza, hace décadas que comprendió que para “transformar la sociedad” (es decir, implantar el totalitarismo socialista) era necesario ganar la batalla cultural. Apoderarse de la enseñanza, de los medios de comunicación, encuadrar a los intelectuales, e incluso infiltrarse en la Iglesia.

Cada uno de los pasos de este programa subversivo se ha llevado a cabo con una eficacia notable desde los años 60 del pasado siglo. No soy un entusiasta de las teorías conspiratorias, pero hay que reconocer que todo se ha desarrollado como si respondiera a un plan perfectamente diseñado.

Pero se trate o no de algo conscientemente ejecutado, la pregunta sigue en pie. ¿Por qué les está saliendo tan bien, al menos hasta ahora? En mi opinión, ello se debe a una debilidad intrínseca de la democracia. Los discursos más burdos, aunque sean patentemente engañosos, proliferan en democracia como la salmonella en una tortilla hecha el día anterior: porque es un medio idóneo para ellos.

La célebre frase atribuida a Abraham Lincoln, “puedes engañar a todo el mundo algún tiempo”, etc., pero “no a todo el mundo todo el tiempo” expresa una idea bastante intuitiva, según la cual es más fácil engañar a uno solo (incluso todo el tiempo) que a muchos. Pero no faltan indicios que sugieren justo lo contrario: que las masas tienden a equivocarse o dejarse engañar clamorosamente allí donde un individuo actuaría de manera más sensata o racional. Como dijo Nicolás Gómez Dávila: “La posibilidad de engañar al elector crece con el número de electores.”

Existe sin duda algo así como un fenómeno de “estupidización gregaria” del individuo cuando está sometido a estímulos provenientes de los medios de comunicación, o de las reuniones numerosas o claques. Algo así como si nos desnudáramos de la inteligencia cuando nos sumergimos en la masa.

Criticar la democracia no es abogar por una dictadura. Esta sería una acusación típicamente tramposa de los progresistas. Por el contrario, la democracia sólo puede evitar degenerar en despotismo si no perdemos de vista sus limitaciones y sus peligros. Si somos conscientes de que se necesitan contrapesos al absolutismo popular, como de hecho lo son las constituciones, la separación de poderes, etc. Sólo si existen barreras a lo que una pretendida mayoría puede decidir en un parlamento o en un referéndum, habrá barreras a lo que tiranos e ingenieros sociales traten de imponer, en nombre de esa supuesta mayoría.

Sin embargo, puede darse la paradoja de que el sufragio sea el único medio de romper el bucle perverso descrito por Gómez Dávila: “El Estado moderno fabrica las opiniones que recoge después respetuosamente con el nombre de opinión pública.” Hay momentos en que las propias ideas acaban aburriendo, sobre todo si más que propias son inducidas. Cuando esto sucede el pueblo puede llegar a actuar más sabiamente que las elites, como también previó en cierto modo el genial reaccionario colombiano: “El sufragio universal es hoy menos absurdo que ayer: no porque las mayorías sean más cultas, sino porque las minorías lo son menos.

La elección de Trump en Estados Unidos y la reelección de Orban en Hungría quizás sean algunos de los primeros signos de agotamiento del progresismo; indicios de que el complejo estatal comunicacional no es invencible; de que algún día puede empezar a decaer, como toda construcción humana, como todos los imperios habidos hasta la fecha.

Nos toca a los disidentes del progresismo, en las próximas décadas, darle de nuevo la vuelta a la tortilla: que lo normal vuelva a ser defender la vida del no nacido, el derecho de los niños a tener un padre y una madre, valorar la maternidad como se merece, es decir, más que cualquier otro proyecto de realización personal (habitualmente mero empleúcho), por muy legítimo que sea…

No creo que la tarea sea más difícil, si nos decidimos a acometerla, que la que el marxismo cultural emprendió hace unas pocas décadas, en contra de dos mil años de cristianismo.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog Cero en Progresismo, https://ceroenprogresismo.wordpress.com