Docencia sin pasión

Pedro Gandolfo | Sección: Educación, Sociedad

Hice docencia universitaria durante más de 20 años, por largos períodos de un modo tan intensivo como lo es realizar cinco cursos simultáneos o más. Creo que el entusiasmo por enseñar lo empecé a perder, sin embargo, no tanto por cansancio físico y mental, sino a partir del momento en que la docencia se fue convirtiendo, cada vez más rápidamente, en una actividad mecánica, desangelada, sin intercambio real, sujeta a un protocolo rígido, vigilada, tecnificada al máximo.

La institución universitaria -a la que debemos concederle un carácter reflexivo- desde hace muchos años viene tomando conciencia de esta crisis que, por cierto, no solo me afectó a mí, y ha creído que la mejor forma de resolverla es promover la sustitución de la clase «magistral» por una clase «participativa«. Ese empeño, en el cual se han gastado ingentes recursos, pensamiento y tiempo, fracasó rotundamente. La clase «participativa», multilateral, con todos sus tips y guiños metodológicos, no ha calado en la hondura del vacío que se viene estableciendo entre el profesor y el alumno.

Massimo Recalcati, un lúcido psiquiatra y pensador italiano contemporáneo, piensa -y no puedo estar sino de acuerdo con él- que ese vacío es un vacío de una emoción fuerte que debe empapar la relación entre los alumnos y su profesor. La docencia funciona solo cuando hay una pasión mutua que los envuelve y eso ha sido así desde los orígenes de la institución escolar. Es necesaria, para decirlo francamente, una erótica de la enseñanza. El proceso de aprendizaje muere si se reduce a un mero intercambio intelectual, por brillante y denso que sea ese intercambio. Esa erótica radica primariamente en el amor vivo que debe sentir y expresar el docente por el saber que quiere transmitir y por el amor vivo también de los alumnos y alumnas que han de sentir por ese mismo saber, que no poseen, pero desean íntimamente poseer. La convergencia de esos dos amores crea un flujo maravilloso que es la energía que ha posibilitado el crecimiento del saber a través de los siglos, y su ausencia da lugar a una triste esterilidad. Ese flujo es rico en emociones tales como admiración, alegría, curiosidad, respeto mutuo, reconocimiento.

Por cierto que ese encuentro implica integralmente a las personas que lo viven y, en consecuencia, puede dar lugar a confusiones de sentimientos y, por cierto, este vínculo, como cualquier otro, puede corromperse también y dar lugar a abusos. Es un riesgo indudable que hay que condenar y prevenir en todas sus formas, pero sería nefasto que las soluciones que se alcancen supriman la cercanía y confianza que se ubica como fundamento de la posibilidad misma de educar.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio