Esclavos de lo que hablan

Diego Oliva A. | Sección: Política, Sociedad

Es bien sabido que una frase desafortunada puede ser motivo suficiente para causar indignación en la opinión pública. Durante la semana pasada, vimos dos ejemplos que resultan ilustradores. Los dichos del ministro Varela respecto a la “educación sexual” fueron la excusa perfecta para convocar la primera movilización estudiantil que sufrió el segundo gobierno de Sebastián Piñera el jueves pasado. Otra persona que ha dado que hablar con sus dichos ha sido el diputado Florcita Motuda; sus declaraciones a favor de la entrega de mar a Bolivia, y sobre la “lata” que le da leer sobre los temas que su cargo exige comienzan a restarle simpatías –transversales, por cierto- entre quienes le tenían aprecio no obstante las diferencias. Está de más decir que se ha vuelto una costumbre el que haya individuos expresando su indignación por lo que dijo tal o cual deslenguado revestido de autoridad…

Es particularmente peligroso que las personas que ejercen cargos de alta responsabilidad caigan en esta situación. Muchas veces, los roles ejercidos en ciertas instituciones –o las instituciones mismas- terminan desvirtuados a causa de lo que dice aquel que, sin comprender la dignidad del rol que desempeña, habla de lo que no debe. En tiempos pretéritos, papas y reyes se comunicaban casi exclusivamente a través de declaraciones formales -ya sea encíclicas, edictos u otros- porque se tenía conciencia de lo perniciosas que eran las opiniones en su ámbito de acción, amén de la escasez de medios de comunicación; aunque percibidas como lejanas, la gente ni siquiera necesitaba saber el nombre de las autoridades para respetarlas, porque estas representaban a una institución. Ahora, pese a los ingentes esfuerzos de aquellas autoridades e instituciones por parecer cercanas y simpáticas, no ha habido época en la Historia donde se les cuestione más que ahora; a mayor osadía en las palabras, más contundente es la desaprobación.

Los grandes culpables actuales de esa situación han sido los medios de comunicación de masas, quienes incentivan a hablar a los audaces y sacan palabras a tirabuzón a los cautos. A pesar de su utilidad para transmitir información que, de otro modo, no podríamos saber, es evidente que distan mucho de ser objetivos; más parecen oficinas de propaganda que portadores de la verdad. Endiosan a personajes afines a su línea editorial, y demonizan a quienes no “cuadran” en la misma: personajes como Macron, Trudeau y Clinton son presentados como dignos de imitación; mientras otros, como Orbán, Al Assad y Trump son descritos como crápulas merecedores de una damnatio memoriae. Unos son exaltados en sus aciertos y groseramente perdonados en sus errores, mientras los aciertos de los otros son minimizados hasta lo anecdótico y vilipendiados hasta el paroxismo por los errores más ínfimos. Ni los unos son ángeles inmaculados, ni los otros demonios incorregibles. Siendo objetivos, sólo juegan el rol que deben desempeñar, y nosotros decidimos con cuál de ellos nos queremos identificar…

Y es que, en ese empeño de parecer cercanos y simpáticos, nos han acostumbrado a esperar de ellos cosas que van más allá de su ámbito de acción; sin embargo, la culpa no es totalmente de nuestras autoridades. Como bien diría un amigo en una columna pasada, la democracia “de masas” exalta el culto a la soberanía popular de un modo tal que logra diluir la distinción entre gobernante y gobernado, obligando a los primeros a ser el espejo en el cual se reflejan los anhelos de los segundos. Pero, además, la democracia “de masas” también diluye la distinción entre el rol desempeñado y la persona que desempeña ese rol; la idoneidad de alguien que ejerce un cargo pasa, de este modo, a segundo plano como criterio para juzgar si debe permanecer o no en el mismo. En este sistema se exige también –y, para el común de la gente, se vuelve meramente suficiente- saber lo que una autoridad opina sobre algo para hacerla merecedora de determinado puesto. Quien realiza una afirmación políticamente correcta gana legitimidad; quien no, la pierde. Mal haya para aquel que, estando en un cargo de responsabilidad, se le ocurra aseverar algo con lo que las masas no están de acuerdo…

Como corolario de lo dicho hasta ahora, bien harían en alejarse lo más posible de los medios –y guardar un saludable silencio- aquellos que ejercen cargos de responsabilidad. Deberían hablar sólo cuando sea estrictamente necesario, y que sus obras sean quienes hablen por ellos. No se puede evitar la avidez del chismoso por saber qué es lo que dice tal o cual persona, ni la sed de los mass media por profitar del vicio que padece el “copuchento”. Del dosificar aquello que sale de nuestra boca, depende el destino ulterior de nuestras instituciones, la “democracia de los muertos” chestertoniana amenazada por la inmisericorde “democracia de los vivos” que es nuestra actual sociedad de masas. Como reza el dicho, “uno es amo de lo que calla, y esclavo de lo que habla”; mal que mal, el éxito de nuestra anterior presidente (mucho se podrá discutir de la calidad de sus propuestas; pero, de que las llevó a cabo, las llevó) se debió más a aquello que calló que a aquello que habló.