Cuidadosos en lenguaje

Pedro Gandolfo | Sección: Educación, Política, Sociedad

La correcta relación entre lo que se piensa y lo que se dice, esa esquiva concordancia, denominada «veracidad«, «sinceridad«, «franqueza«, «rectitud en el decir«, posee una dimensión ética importante para la vida social. La perenne y completa disociación entre esas dos esferas, de generalizarse, impediría la comunicación y los intercambios de todo género entre todos los hombres, envueltos en un mundo de mutuos engaños y palabrería falaz. Las relaciones humanas se empobrecen cuando mora entre ellas la entera reserva mental y cada cual piensa del otro algo distinto e, incluso, inverso de lo que declara y, en el plano colectivo, la prohibición de decir ciertas cosas, promovida difusamente, tiene el riesgo adicional de conducir a un pensar homogéneo, uniforme, formateado.

La fidelidad con el propio pensamiento tiene, con todo, límites bien conocidos que surgen de la dimensión agresiva que tiene el lenguaje, pero, todavía más, aunque no se crucen las rayas de la injuria y la calumnia, a la hora de hablar es preciso ejercer la cautela porque el logos humano, no infrecuentemente, es un precipitado de prejuicios, errores, conjeturas vagas, impulsos emotivos arraigados en zonas oscuras de la subjetividad, convenciones culturales no sometidas a crítica, torpezas y confusiones.

La percepción de que toda noción más o menos articulada que se atraviesa por la conciencia tiene la dignidad suficiente para ser emitida y hecha pública es de una vanidad temeraria. El lenguaraz o verborreico, el sentencioso, el lapidario, el retórico brilloso, el autoproclamado ingenioso o gracioso, el vulgar opinólogo incontenible o el pedante sabelotodo me parecen caracteres sociales particularmente temibles, cuya compañía evado tenazmente.

El llamado de la ministra vocera de Gobierno a ser cuidadosos con el lenguaje debe ser entendido en este contexto. Desde luego, no se trata tan solo de una invocación a mejorar la calidad, por llamarla de algún modo, «literaria» del lenguaje, que, por cierto, no estaría nada de mal. El descuido que es preciso evitar no solo se resuelve, así, con un léxico más rico y una mejor sintaxis. Tampoco el cuidado debería limitarse a evitar las palabras que puedan ofender a ciertos grupos o personas, para sustituirlas por otras con las cuales, entre líneas, se diga lo mismo, pero de modo oblicuo e indirecto. El eufemismo político es casi peor que la mera franqueza, porque el sustrato lesivo permanece incólume.

Si el cuidado en el lenguaje quiere dar frutos debe plantearse en el plano donde las frases brotan, en el pensamiento mismo. Cuidar el lenguaje importa empezar a pensar con cuidado, a someter nuestro pensamiento a mayor escrutinio, a discernimiento, revisión y estudio. El decir descuidado es la consecuencia de un pensar descuidado, lo cual en la cabeza de una autoridad es alarmante.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio