Las falacias del diagnóstico de depresión

Otto Dörr | Sección: Sociedad

En los últimos días se ha comentado ampliamente, tanto en la prensa como en la televisión, un informe sobre salud mental en Chile, en el que se afirma, entre otras cosas, que el 18,3% de la población sufriría de una depresión moderada a severa y un 50,8%, de una depresión mínima. Si la primera cifra ya suena exagerada, la segunda raya en el absurdo, porque, si consideramos el hecho de que en los niños la depresión prácticamente no se da y en los jóvenes es muy infrecuente, estaríamos llegando a niveles aún más inverosímiles de prevalencia de este padecimiento: el 80% de los adultos sufriría de alguna forma de depresión. Y esto es a todas luces una falacia cuya explicación habría que encontrar en la forma de definir este mal.

Para comprender cómo se puede llegar a tal distorsión de la realidad, tendríamos que hacer una breve digresión sobre el tema del diagnóstico. En la medicina somática, el diagnóstico consiste en establecer un vínculo entre los síntomas y signos que aquejan a un paciente (lo que se muestra) y un proceso anatómico y/o funcional subyacente (que no se muestra) y que constituye la enfermedad. Hoy, gracias al progreso de la medicina, podemos acceder a ese proceso patológico a través de exámenes de laboratorio y de imágenes y así demostrar con cierta rapidez lo acertada o desacertada que era nuestra hipótesis diagnóstica. Pero ocurre que en las enfermedades psiquiátricas y con excepción de las demencias, no se han encontrado (hasta el momento) ni lesiones anatómicas ni alteraciones funcionales. En consecuencia, nuestros diagnósticos están condenados a ser tautológicos (tautología = repetición del mismo pensamiento) y así afirmamos que una persona sufre de una «depresión» porque tiene síntomas «depresivos«. La única forma de superar esta tautología consiste en recurrir al nivel de los fenómenos (y no de los síntomas, que solo anuncian, pero que no son nada en sí mismos), vale decir, a dimensiones antropológicas universales, como la corporalidad, la intersubjetividad, la espacialidad y la temporalidad, y determinar el modo como estas se modifican en los distintos cuadros psiquiátricos. En el caso de la depresión, es la dimensión de la corporalidad la que está más comprometida. Y así, ese cuerpo que está siendo siempre trascendido hacia el mundo, se opaca, haciéndose dolorosamente presente en forma de angustia, falta de energía, desánimo, dolores diversos, etc. Y ese mismo cuerpo que nos permite actuar en el mundo se enlentece y la inhibición puede llegar en casos extremos hasta el estupor. Por último, la temporalidad del cuerpo también aparece deformada y, así, los ritmos biológicos se encuentran todos alterados, invertidos o suspendidos. Y eso es la enfermedad depresiva y no la tristeza, el duelo, la frustración o el desengaño, todas emociones normales que alimentan ese fenómeno universal de lo humano que es el sufrimiento.

El error de la psiquiatría biológica imperante es confundir el sufrimiento con la depresión. Y con ello no solo está cometiendo un error a nivel teórico (el razonamiento tautológico), sino también práctico y de consecuencias impredecibles. Y esto por la sencilla razón de que, hecho el diagnóstico de depresión en cualquiera de sus grados, los psiquiatras prescriben medicamentos antidepresivos, ansiolíticos y estabilizadores del ánimo y todos, cual más, cual menos, tienen efectos secundarios importantes. Los antidepresivos producen aumento de peso e inhibición sexual; los ansiolíticos, somnolencia, torpeza motora y acostumbramiento, y los estabilizadores del ánimo, dependiendo del tipo, pueden afectar el funcionamiento de la glándula tiroides, del hígado o del riñón. Y no es que esté negando sus bondades; por el contrario, gracias a esos mismos medicamentos es que estamos mejorando casi el 100% de las (verdaderas) depresiones y un buen 70% de las esquizofrenias. Pero el antidepresivo debe ser indicado allí donde exista una auténtica depresión y no frente a un ser humano sufriente. Porque, como insinuáramos antes, el sufrimiento es constitutivo de la condición humana desde el momento que tuvimos conciencia del tiempo y de la muerte. De ahí que casi todas las causas de sufrimiento tengan que ver con esa conciencia: las pérdidas, las despedidas, las enfermedades, los fracasos.

Quisiera terminar recordando lo que el poeta Rainer Maria Rilke nos enseña sobre el sufrimiento en la Décima Elegía del Duino, al referirse a «las noches de aflicción«: «Que no os haya acogido de rodillas, hermanas inconsolables… / Nosotros pródigos en dolores… / Pero ellos son nuestro follaje invernal y perenne… / una de las estaciones del año secreto, mas no solo tiempo, / sino lugar, poblado, campamento, suelo, residencia«. El dolor no solo tiene que ver con el tiempo (la despedida, la muerte), sino también con el espacio (el lugar añorado, la soledad, el desamparo), pero querámoslo o no, en una u otra forma nos acompañará siempre. Esta banalización del sufrimiento y su intento de borrarlo con ansiolíticos y antidepresivos es una de las más oscuras características de nuestra época, la posmodernidad, junto al imperio de la técnica, la artificialidad, la obscenidad, la indiscreción y la pérdida del sentido religioso (trascendente) de la existencia.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.