Holy smoke

Juan Manuel de Prada | Sección: Sociedad

Antaño se decía que la suprema misión de la Iglesia era salvar las almas, pues ya Cristo nos advirtió que no temiésemos a quienes sólo matan el cuerpo. Pero luego vinieron unos cuantos teologazos vaticanosegundones a decirnos que el infierno no existe, o que está vacío, y que por lo tanto no hay almas que salvar; de modo que la Iglesia, para no quedarse sin misión en el mundo, se puso a salvar cuerpos como una descosida. En esta operación de salvamento de cuerpos hay que inscribir la prohibición de venta de tabaco en el Vaticano, que hoy entra en vigor. El portavoz del lugar, el americano Greg Burke (que no hace honor a su apellido), ha afirmado que “la Santa Sede no puede colaborar en una práctica que causa la muerte de más de siete millones de personas en el mundo cada año, según la Organización Mundial de la Salud”. Causa alipori que un portavoz vaticano, de quien te esperas que cite a Chesterton, cite en cambio un antro encargado de divulgar –en palabras de Chesterton– “aquella religión erótica que, a la vez que exalta la lujuria, prohíbe la fecundidad”.

A Chesterton, que fumaba como una coracha –como san Pío X, san Juan Bosco o san Juan XXIII, dicho sea de paso–, le asombraba que los americanos considerasen que fumar era inmoral porque no se conciliaba “con entrar en unos grandes almacenes o con el infernal juego de apuestas financiero”; y llegaba a la conclusión de que, para justificar estas actividades auténticamente inmorales, proyectaban una condena puritana de inmoralidad sobre el inocente tabaco. Pero Chesterton era un hombre que sólo condenaba aquellos hábitos que ponían en peligro la salvación de las almas, porque creía que los humos que se respiran en el infierno son más temibles que los humos del tabaco. Y cuesta encontrar, en todo el siglo XX, un escritor católico de fuste que no fumase; tanto que podríamos decir, parafraseando a Orson Welles: “Durante el siglo XX la Santa Sede no veía nada malo en fumar; y el resultado fueron Bloy, Chesterton, Belloc, Tolkien, Waugh y Castellani; en el siglo XXI, la Santa Sede se adhiere a las condenas de la Organización Mundial de la Salud, y el resultado es… el reloj de cuco”.

Lo cierto es que el tabaco puede ayudar a la salvación de las almas. La ceniza de un cigarrillo nos recuerda cuaresmalmente nuestro destino mortal; pero su brasa encendida nos recuerda que con esas cenizas Dios hará una gloriosa ascua destinada a brillar eternamente. A mí el tabaco me ha salvado en momentos de angustia en los que mi fe temblaba como un junco, después de haber mirado a los ojos el misterio de iniquidad personificado en ciertos obispos y adláteres; y ha pacificado mi desazón cuando el silencio de Dios me pesaba como una noche de Viernes Santo. Desde luego, hay razones muy católicas para dejar de fumar; y en esto, como en tantas otras cosas, el gran Léon Bloy nos da una vibrante lección en sus “Hoy he tomado la resolución de no fumar más. Ofrezco por el alma de un amigo muerto este hábito, esta pasión de treinta y cinco años. No creo que se puede ofrecer una penitencia más dura”. Y seis años después, un Bloy fiel a su voto escribe: “Este inmenso esfuerzo me ha envejecido. Después de seis años, aún sufro. Siempre seré fumador, incluso un fumador apasionado; sólo que no he fumado un cigarrillo desde hace más de dos mil días”.

Las palabras de Bloy son hermosas y viriles, llenas de amor al tabaco y al alma de ese amigo al que se propuso salvar. Léanse a continuación las palabras caponas de ese Greg Burke que no hace honor a su apellido. Es como estar escuchando el Ave verum corpus de Mozart y que se cuelen de rondón los acordes de Despacito.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por ABC de Madrid.