La peligrosa ensoñación constitucional

Ángela Vivanco | Sección: Política, Sociedad

Los tiempos de campaña electoral son fértiles en promesas que no siempre son posibles de cumplir. Para botón de muestra, propuestas de condonaciones del CAE, gratuidad universal y otros beneficios sin reales posibilidades de financiamiento; respuestas unidireccionales a problemas complejos, como “no más AFP”, pero sin un modelo eficiente de reemplazo, aunque se trate de generar mejores pensiones, no de reemplazar entes privados por públicos con los mismos resultados; o también anuncios de “lo que haré cuando sea Presidente”, sin reparar que la mitad de eso depende de leyes que deben ser tramitadas en el Congreso y no de órdenes presidenciales.

No hay sanción legal para las promesas incumplidas y los sueños rotos, pero el desarrollo de una adecuada educación cívica y conciencia del público sobre la realidad ayuda a no dejarse envolver con planes maravillosos y fórmulas milagrosas. Preguntando, por ejemplo, si tales proyectos están financiados (de la forma en que, irresponsablemente, dejamos pasar el aumento de parlamentarios, sin ninguna certeza de cómo se iban a cubrir los gastos que ello irrogara), si se pretende desarrollar un acuerdo parlamentario para concretarlos, y cuál es la propuesta alterativa cuando de cambios drásticos se trata. Una sociedad madura e informada no vota por constructos teóricos, sino por planes capaces de materializarse.

Sin embargo, cuando la ensoñación llega al ámbito constitucional el asunto se vuelve más complejo: En la sede de los derechos fundamentales, a menudo consideramos que son capaces de cristalizarse nuestras esperanzas de mayor igualdad, más progreso y más justicia; luego, la Constitución como carta de derechos, si se ha quedado corta en tales reconocimientos, podría ser la puerta de entrada a su concreción, si se modifica. En el lenguaje de las reivindicaciones de los intereses de diversos colectivos vulnerables, la Constitución podría darles el rango que no han tenido y quizás modular el trato que tampoco han tenido; las pobrezas de la administración del Estado, su orgánica, las competencias regionales, la eficiencia para resolver la problemática social, podrían superarse si hay un mandato constitucional claro en tal sentido.

Tales premisas son teóricamente ciertas, porque la Constitución es capaz de orientar al resto del ordenamiento y a marcar las grandes prioridades no sólo de las políticas públicas, sino del respeto por la dignidad humana. Pero la Carta Fundamental no es un instrumento maleable y rearmable con la facilidad que algunos lo declaran ni con la falta de formalidad que otros pretenden.

Así, podemos agregar el reconocimiento o fortalecerlo respecto de algunos derechos, pero no a costa de eliminar otros; podemos reformar la Constitución, pero del modo que ella prevé y no con plebiscitos revolucionarios, recordando que los poderes del Estado son constituidos por ella y deben respetar sus mandatos. Podemos cambiar distintos aspectos de la orgánica del país, pero un ambiente de acuerdo, porque se requieren altos quórums, que existen no para impedir a los progresistas avanzar en sus aspiraciones, sino para evitar que la Constitución se transforme en una moneda de juego débil y móvil a gusto de las corrientes transitorias.

Esa realidad a menudo se oculta tras bambalinas del escenario electoral, porque no cae bien decir la verdad cuando ésta implica esfuerzo y tareas complejas. Sin embargo, los votantes merecen que sus instituciones se comporten honestamente y que los candidatos que pretenden ser sus agentes también lo hagan: la Constitución no puede cambiarse como el fondo de pantalla de un computador; es un tejido delicado, cuyas piezas conviene mover con sentido de entorno y no sólo direccionamiento puntual, con visión de Estado y no sólo de partido y, particularmente, para servir en mayor medida a la persona humana y no instrumentalizarla.

¿Es todo eso mucho pedir? Entonces no hagamos promesas constitucionales, pues de lo contrario nos acercamos más a la publicidad engañosa que a la legítima programación de un gobierno.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, www.ellibero.cl