El Gobierno ante las elecciones

Editorial El Mercurio de Santiago | Sección: Política

El gobierno de la Presidenta Bachelet se propuso realizar transformaciones profundas en Chile, pues tenía un diagnóstico sombrío de la evolución del país en los últimos decenios. Pese a que ella había presidido uno de los gobiernos de la Concertación, respaldó la opinión que se imponía en algunos sectores de izquierda sobre la desigualdad y la incertidumbre como las principales consecuencias de las políticas públicas que se habían puesto en marcha en esos años. Con el fin de ofrecer certezas a los sectores más vulnerables, se propuso que Chile diera un gran salto sobre la base de tres transformaciones de fondo: la reforma educacional, la tributaria y la constitucional.

Las intenciones refundacionales de su gobierno quedaron de manifiesto cuando el presidente de uno de los partidos de su flamante coalición, la Nueva Mayoría, usó la figura de la retroexcavadora para reemplazar a la de la aplanadora, tan usada para criticar la actitud poco dialogante de quienes ostentan grandes mayorías. Desde el primer gabinete, encabezado por el ministro Rodrigo Peñailillo, hasta el último, conducido por Mario Fernández, se hizo hincapié en el supuesto mandato otorgado por una mayoría de chilenos para iniciar la transformación de la sociedad chilena. Pero a poco andar surgieron como mal presagio diversos estudios de opinión pública que revelaban que los chilenos no aprobaban las reformas concretas propuestas y enviadas al Congreso. Pese a ello, las autoridades insistieron en su posición, argumentando que habían recibido un mandato que debía cumplirse y le otorgaron al programa un carácter solemne y definitivo para exigir su cumplimiento por un Congreso en el cual contaba con mayoría en ambas cámaras. A juicio de ellos, se estaba abriendo así un nuevo ciclo histórico que, aunque podía no ser bien comprendido en sus inicios, sería recordado más adelante como un gran paso en la historia de nuestro país.

Llegado al término de su período y después de enfrentar toda suerte de malas noticias respecto de la reacción de los chilenos ante su programa, el Gobierno interpretó los resultados de la primera ronda como una muestra de apoyo a sus ideas. Aunque su candidato obtuvo una baja votación, otros candidatos parecían partidarios de reformas más profundas, lo que bastó para que la Presidenta se sintiera triunfadora. Entusiasmadas por estas ideas, las autoridades decidieron volcarse con gran entusiasmo y resolución a la campaña de segunda vuelta a favor del candidato oficialista, partidario de la continuidad de las controvertidas reformas. Tanto la vocería como los estudios de opinión hechos para la candidatura del senador Alejandro Guillier quedaron entregados al Gobierno, el cual sin medir las consecuencias se jugó por entero para conseguir el triunfo.

No constituye esta actitud un buen antecedente ni un ejemplo que enorgullezca a quienes utilizaron el aparato estatal con tan poca altura de miras. Incluso la agenda del Gobierno quedó supeditada a las necesidades de la candidatura, pues querían asegurar lo que se ha llamado el legado de la Presidenta Bachelet. Pero todo no dejaba de ser una ilusión, pues nuevamente el candidato continuista recibió una magra votación y se impuso ampliamente la oposición de centroderecha. Con la participación desembozada de las autoridades en la última etapa de la campaña, convirtieron la elección en una suerte de plebiscito sobre las transformaciones sociales que ha propuesto la Presidenta. Y los resultados naturalmente han causado desazón tanto en los partidos de la Nueva Mayoría como entre las propias autoridades. La prescindencia de los gobiernos en las elecciones presidenciales es parte del capital social de nuestro país y arriesgarlo en aras de la defensa de un legado no fue una buena idea.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.