Nuestros fariseos

Carlos López Díaz | Sección: Sociedad

Desconfío en general de las campañas de concienciación gubernamentales, porque su escasa o nula eficacia me llevan a sospechar que su verdadero objetivo no es luchar contra la violencia doméstica, contra el consumo excesivo de alcohol o contra el maltrato animal, sino erigir a la administración en la autoridad moral de referencia.

La reciente campaña “Menores sin alcohol” no me parece una excepción. Pero la retirada de un cartel que relacionaba el consumo de alcohol por parte de las chicas con relaciones sexuales “sin protección y no consentidas” merece un comentario aparte. El Ministerio de Sanidad, tras las críticas que tildaban el cartel de “machista”, se ha apresurado a admitir que la difusión del mensaje ha sido un error.

Sin embargo, ¿dónde está el error? El cartel expone una verdad objetiva y de puro sentido común, como es que la ebriedad sitúa a las mujeres en una situación de vulnerabilidad ante agresiones sexuales. Afirmar tal cosa no tiene nada que ver con culpabilizar a las víctimas de una violación. Tampoco culpamos a quienes se van de vacaciones de que entren en sus casas a robar, y no por ello deja de ser cierto que los ladrones suelen aprovechar esas circunstancias. ¿Acusaremos a la policía de despreciar el derecho a las vacaciones cuando recomienda tomar determinadas precauciones?

Del mismo modo que no puedo evitar abrigar sospechas sobre las verdaderas intenciones de las campañas del gobierno, comprenderán que tampoco simpatice con el fariseísmo de quienes se indignan ante mensajes que sólo una mente retorcida puede interpretar como machistas.

Los fariseos, al contrario de lo que suele pensarse, eran muy populares en la sociedad judía de principios de nuestra era. Armand Puig lo explica muy bien en su gran biografía de Jesús. No eran unos rigoristas inflexibles, sino más bien al contrario, intentaban adaptar las leyes religiosas a las variadas circunstancias de la vida cotidiana; lo cual les llevaba, paradójicamente, a caer en una meticulosidad que podía terminar ahogando la auténtica piedad y la caridad.

Los fariseos de nuestro tiempo son los guardianes de la corrección política, los escrutadores de cualquier expresión o actitud que pueda ser tildada como machista, homófoba o racista. Así como los fariseos del siglo I excluían de la comunidad religiosa a los que consideraban como impuros (prostitutas, paganos, etc.), nuestros progresistas (como se autodenominan) incurren en una exclusión análoga al profesar lo que Daniele Giglioli llama una “moral de monstruos”. Es decir, una moral centrada en la víctima concebida como la inocencia y la irresponsabilidad absolutas, y que por ello mismo erige como principio activo a su verdugo, concebido como un monstruo en el que se concentra toda culpa.

El fariseo adquiere una elevada concepción de sí mismo por el módico precio de observar una ortodoxia que él mismo gestiona, señalando y expulsando a quienes la incumplen, siquiera inadvertidamente. Y la ortodoxia de nuestro tiempo, por si alguno todavía no se ha enterado, se llama progresismo, corrección política o ideología de género.

La cuestión de fondo no debería ser otra que la siguiente: ¿qué protege más a las mujeres, la información objetiva sobre los riesgos a que pueden enfrentarse, o el mero enunciado repetitivo de derechos abstractos por encima de cualesquiera circunstancias realistas? La ortodoxia progresista ya ha respondido lo segundo antes de cualquier averiguación. No necesita ninguna quien se cree investido de una envidiable superioridad moral, como los antiguos fariseos.

Nota: Este artículo fue publicado por el autor en su blog Cero en Progresismo, https://ceroenprogresismo.wordpress.com