¿La libertad de expresión en peligro?

Raúl Madrid | Sección: Política, Sociedad

A principios de septiembre, el Gobierno presentó un proyecto de ley que modifica el Código Penal, agregando el siguiente artículo: “El que públicamente o a través de cualquier medio apto para su difusión pública, incitare directamente a la violencia física en contra de un grupo de personas o de un miembro de tal grupo, basado en la raza, origen nacional o étnico, sexo, orientación sexual, identidad de género, religión o creencias de la víctima, será sancionado con la pena de presidio menor en su grado mínimo (540 días) y multa de treinta a cincuenta unidades tributarias mensuales (aproximadamente $ 2.300.000)”. Esta disposición, en caso de convertirse en ley, podrá aplicarse también a personas jurídicas, como los medios de comunicación.

Es posible que la intensa discusión sobre el aborto en el Tribunal Constitucional, y la posterior celebración de las Fiestas Patrias, hayan hecho que la atención del debate público no se dirigiera a este proyecto con la atención que merece. Sin embargo, parece ser hora de calibrar cuáles son los escenarios que crea, en el caso eventual de ser aprobado.

Desde un punto de vista técnico, el proyecto deja abiertas varias interrogantes, tales como por qué no se penaliza la incitación a la violencia respecto de todos los ciudadanos en general, y no sólo respecto de los que menciona el artículo, que coinciden con el ideario valórico del Gobierno. Tampoco se explica cómo se puede alcanzar el mérito probatorio de la relación de causalidad entre un delito de violencia y la supuesta incitación, cuestión procesalmente poco menos que imposible.

Sin embargo, la gravedad del proyecto radica no sólo en deficiencias técnicas como las mencionadas, sino en sus reales posibilidades de limitar injustamente la garantía constitucional de libertad de expresión, pilar fundamental e inexcusable de toda sociedad democrática, además de requisito central para el avance del pensamiento y el trabajo de las universidades, ya sean públicas o con ideario privado.

El mensaje del proyecto identifica como punible el promover la intolerancia a través del discurso público. Esta formulación es alarmante, porque la “intolerancia” podría radicar, simplemente, en no estar de acuerdo con algún aspecto tocante a los grupos privilegiados por la modificación que se propone. Por ejemplo, ¿qué pasaría si alguien considera que la homosexualidad está mal? Y no me refiero a una manifestación insolente o vulgar, sino respetuosa y fundada en argumentos más o menos plausibles, ofrecidos, como todos los argumentos, con la intención de convencer. ¿Qué ocurriría si alguien sostiene que no es una buena idea que la CONADI compre tierras y se las entregue gratis a los indígenas, porque ellos son tan ciudadanos como usted o como yo? Asimismo, ¿tendrán los profesores que se oponen razonadamente a las teorías de género que pasar 540 días en la cárcel por defender su posición ante sus alumnos, o en medio de una conferencia?

La precariedad técnica del proyecto, unida a la incerteza de las conductas o expresiones que podrán ser juzgadas como merecedoras de represión, aconsejan ser muy cautelosos a la hora de evaluar su eventual aprobación por parte del Poder Legislativo, con objeto de no acabar transformando al Ejecutivo de turno en un panóptico, al modo de la célebre estructura carcelaria ideada en el siglo XVIII por Jeremy Bentham. La libertad de expresión es hoy en día más necesaria que nunca, en un mundo progresivamente diverso y carente de unidad espiritual; ella es el último recurso de que disponemos para preservar la dignidad moral e intelectual de los ciudadanos, y no cabe ser poco prolijos a la hora de custodiarla.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, http://ellibero.cl.