Política, religión y sentimientos

Alejandro Navas | Sección: Política, Sociedad

Por motivos académicos he pasado el verano fuera de España, repartido entre el centro de Europa y el cono sur americano. En ambos territorios, tan distantes geográfica y culturalmente, me preguntaban con interés por la “cuestión catalana”.

Mucho se ha escrito y hablado sobre el asunto catalán. No voy a entrar ahora en el fondo político del conflicto, sino que me limitaré a tratar uno de sus aspectos más llamativos: el emotivismo, el primado de la visceralidad y el sentimiento sobre la racionalidad. Se trata de un rasgo propio de la ideología nacionalista, desde su aparición hace dos siglos hasta el presente.

George Orwell fue cronista de nuestra guerra civil y estuvo en tierras catalanas, lo que luego le permitió escribir tanto sobre el nacionalismo como sobre Cataluña. Definía el nacionalismo como la suma de hambre de poder y autoengaño. La ideología lleva a la invención de una realidad nacional, dotada de una historia convenientemente manipulada. No es casualidad que esa fantasía cuaje en el contexto cultural del movimiento romántico del siglo XIX. La voluntad y el sentimiento se imponen sobre la razón. Así, la autodeterminación nacional no será más que la expresión colectiva del primado de la voluntad. La realidad deja de ser el fundamento de la verdad y del bien (para los griegos y cristianos, portarse éticamente consistía en hacer justicia a la realidad): el ego toma el mando y se emancipa de la tradición, de las certezas del pasado, de la realidad y de Dios. El yo autónomo se hincha hasta convertirse en mera voluntad de poder.

Para Nietzsche, la felicidad del moderno se expresa en la sencilla fórmula: «Yo quiero«. En la versión colectivista de ese proceso, Hegel y sus seguidores verán en el Estado la encarnación del Absoluto (sus versiones totalitarias, divinidades implacables, sacrificarán en el siglo XX docenas de millones de víctimas en el altar de la utopía).

En este y en otros debates de ahora llaman la atención la debilidad de los argumentos y la viveza de la pasión desplegada, que se expresa en la descalificación sistemática del adversario, el insulto y el griterío. Salta a la vista una proporcionalidad inversa entre el peso de los argumentos aducidos y la agresividad con la que se busca acallar al discrepante. Las redes sociales se convierten en el escenario privilegiado para esta degradación del discurso público, facilitada por el anonimato tras el que se esconden los agresores. Pero los foros típicos de la democracia –parlamentos, ayuntamientos– no destacan precisamente por la calidad de sus debates: tal vez sea obligado reconocer que nuestros políticos representan casi al milímetro al pueblo que los elige. No sufrimos la mala suerte de contar con una clase política deleznable, que nos ha caído del cielo como una especie de meteorito; mal que nos pese, esos políticos que no dan la talla proceden del pueblo, que los elige una y otra vez a pesar de sus limitaciones.

Es grave que haya políticos corruptos –los hay en todos los países–, pero me parece todavía más grave que la cultura política local no los sancione como merecen (la justicia tampoco se da especial prisa en hacerlo, pero este sería otro tema).

El credo católico no dice nada sobre la organización del Estado. El patriotismo es una virtud, parte de la piedad, que nos lleva a amar y honrar a aquellos de quienes procedemos y dependemos: los padres, la patria, los antepasados, la tradición cultural, Dios. Absolutizar y erigir a la patria en valor supremo es idolatría; el nacionalismo, que se constituye sobre la dicotomía nosotros/ellos, tiende con frecuencia a ser excluyente y, por eso, moralmente discutible. Un político que aspire a actuar con talante cristiano y humano respetará a los que no piensen como él, pues todos gozamos de la dignidad de los hijos de Dios. Defenderá su posición con los medios legítimos a su alcance y aceptará que otros actúen de modo distinto. La ventaja de la democracia es que permite resolver las diferencias de manera pacífica, sin que corra la sangre. Tomarse en serio el debate democrático implica un minucioso respeto al otro. Y, al final, ese respeto a la dignidad que merece todo ser humano tiene un anclaje metafísico y religioso: el hombre es absoluto en la medida en que es imagen del Absoluto.

Mis interlocutores centroeuropeos y sudamericanos me preguntaban si se llegaría al enfrentamiento armado, si veríamos a los carros de combate patrullar por la Diagonal barcelonesa. Les respondí que no veo a los catalanes –ni tampoco a los demás españoles– dispuestos a jugarse la vida por la causa: mucho bienestar material y escaso compromiso patriótico. La algarada separatista será reprimida por el Estado, pero los problemas relativos a la configuración nacional seguirán ahí y exigirán solución. ¿Será capaz nuestra clase política de actuar con racionalidad y altura de miras?

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.