Sentencia de muerte
Benjamín Lagos | Sección: Política, Sociedad, Vida
El Tribunal Constitucional, en acuerdo de lunes 21 de agosto –día que quedará en la infamia–, rechazó los requerimientos que eran el último obstáculo para que el aborto sea ley en Chile. Está por conocerse el texto completo del fallo, cuyo estudio será largo. Pero desde ya pueden colegirse sus efectos: vulneración de derechos fundamentales, crisis institucional y fractura social.
Los derechos fundamentales quedan conculcados. Es un enigma la forma en que seis de los diez ministros manifestaron conciliar numerosas y claras disposiciones constitucionales, legales y de tratados internacionales en la defensa del no nacido –además de la jurisprudencia del propio tribunal– con esta nueva norma que amparará su muerte deliberada y que por ende lo privará de todos los demás derechos, de los cuales la vida es condición ineludible para su ejercicio. Lo único cierto hoy es que esta sentencia, sin precedente alguno ni justificación racional posible, representa un quiebre en nuestra evolución constitucional. Cada Carta Política avanzó respecto de la anterior en la protección de los derechos fundamentales; hoy, se han vaciado de contenido por el tribunal que debía velar por su supremacía. Una peligrosa compuerta se abrió a la vulneración de todos los demás bienes esenciales que emanan de la naturaleza humana. De aquí en más, las personas arriesgamos un grado inédito de indefensión ante la autoridad.
Las instituciones entran en crisis. Ejecutivo, Legislativo y TC –que en sentido estricto no es parte del Poder Judicial, pero sí es un órgano jurisdiccional– obraron en la misma dirección. Una acción institucional conjunta de esta magnitud en contra de la Constitución vigente, al margen de los mecanismos que esta establece para su reforma, nunca se había producido. Su Capítulo I, sobre todo los artículos 1º y 5º, que de acuerdo a la misma corte encarnan el contenido doctrinario de la Carta, desde este fallo pierde vigencia; igual cosa los derechos fundamentales. Estamos, pues, en presencia de una nueva Constitución material, en lo que respecta a su dogmática. Aquello que ciertos sectores políticos promovieron por décadas, hoy es real. Tal situación permanecerá a menos que el TC vuelva sobre su propio error, lo que depende de un cambio relevante en su integración y de que se presente un nuevo proyecto sobre la materia. De lo contrario, en lo sucesivo el debate versará apenas sobre el procedimiento para sustituir el Código Político, que ahora corre riesgo de defunción y reemplazo en virtud de lo fallado por sus propios guardianes.
Por último, la sociedad se fractura. Moros y cristianos pueden convenir en que ese lunes Chile cambió para siempre. De un día para otro, la reyerta política trocó en un abismo ético, profundo e inconmensurable. A un lado, la celebración desaforada; al otro, un hondo silencio. Dos países en uno. No es posible la convivencia pacífica ni razonada entre sectores tan antagónicos, que dispensan un valor radicalmente opuesto al principio de la existencia humana. Y los indiferentes o desinformados no escapan al imperio –ilegítimo, pero factual– de una ley inicua, aunque la ignoren.
La ley de aborto no es solo sentencia de muerte para el que está por nacer, sino también, y a menos que haya una reacción positiva, para las instituciones jurídicas y políticas vigentes y la convivencia social que en ellas se funda. Una parte del alma de Chile ha muerto. Recuperar la Patria perdida es un imperativo moral.




