Sobre los hijos adolescentes

Leonardo Bruna R. | Sección: Educación, Familia, Religión, Sociedad

#11-foto-1Con la pubertad, más o menos a partir de sexto año básico las niñas y de séptimo los niños, comienzan nuestros hijos aquella etapa tan decisiva que llamamos adolescencia. Es el tiempo del claro-obscuro descubrimiento de la propia singularidad personal, del sentido de su existencia y su particular vocación. Tiempo de vehemente y en ocasiones desorientada afirmación del sí mismo, oscuramente vislumbrado, en el ejercicio de su libertad. Es la persona que se hace consciente de sí; el niño que, entre juegos, dedica cada vez más tiempo a estar en sí mismo, descubriéndose en su ser personal. Y en este tránsito de la niñez a la juventud los padres nos encontramos con un mundo nuevo en el corazón de cada hijo. Una vida turbulenta que el hijo, puesto a distancia pero anhelante de cercanía, espera con toda su alma ser dirigida con amor, paciente y comprensivo, por sus padres que le aman. Y lo espera, porque experimenta en sí mismo la inestabilidad existencial en que se encuentra.

Vueltos sobre sí mismos, deben descubrir quiénes son: qué son en cuanto hombres y cómo ha de vivir, cada uno, la vida originalísima de su ser personal. La universalidad de la naturaleza, por una parte, que indica la verdad objetiva de lo que debe ser en cuanto hombre y la singularidad emergente de la persona, por otra, que afinca y modula, en la subjetividad de cada uno, todo valor y principio universal. La palabra verdadera de sus padres sobre el objetivo valor y sentido de la vida humana se encuentra, en el corazón del hijo, con la natural necesidad de que esa palabra sobre el bien amado sea realmente suya, concebida y amada desde lo más íntimo de su ser personal. Y está bien. No sería digno de la persona que es, vivir su vida desde una palabra que, aunque verdadera, aún no es suya. No viviría, propiamente, desde sí mismo.

Pues bien, en esta maravillosa etapa el hijo se abre a la universalidad de la verdad, del bien y de la belleza del ser que le trasciende y entiende su existencia singular como el modo personal, original y dignísimo, de participar de una perfección anterior y superior a sí mismo o, afirmada como un absoluto la subjetividad de su mirada y deseo, preso de sí mismo, sucumbe en la propia soledad. Salida de sí, desde el sí mismo poseído (conocido y ordenado), a la comunión con Dios y con el prójimo o ensimismamiento radical. Doble posibilidad radical: o madura o no lo hace; de esto dependerá su felicidad.

La apertura a la realidad que le trasciende, por el conocimiento y el amor, es el camino del hijo a su madurez. Misteriosa salida de sí mismo hacia la infinitud del bien y la verdad que se produce, sin embargo, en el núcleo más íntimo de su ser personal. Pero, ¿qué es aquello que en esta etapa crucial, mal orientado o simplemente no visto y ordenado por sus padres, puede impedir la apertura y maduración de los hijos? Grandes bienes, ciertamente; muy propios de la persona humana, aquello que el niño en camino a la adultez quiere fuertemente afirmar: en cuanto persona, su libertad y en cuanto corpórea, la sexualidad. En esta ocasión diremos algo sobre lo primero.

En el uso de la libertad se manifiesta la singularidad de la persona y por ello, naturalmente, la afirmación de sí mismo exige vivir según las propias decisiones. En la pubertad aparece al niño su libertad y naturalmente quiere vivir según ella. De hecho, la autonomía es uno de los fines de su proceso educativo porque, según su dignidad personal, debe llegar a ser él mismo el principio determinante de sus actos. Pero es posible, en este período de su vida, que de tal manera entienda y ejerza su libertad que, en lugar de conquistarla para ser realmente original, la pierda en realidad, para no quedarse más que con una ilusión de libertad en cuyo ejercicio no aparecerá la singularidad de la persona sino más bien el modo de vida uniforme, masificado, tan propio del hombre actual.

Pero, ¿cómo podría conquistar su libertad si todo hombre es naturalmente libre? ¿Acaso debe adquirir lo que, en realidad, aún no posee? Por cierto que es naturalmente libre, es capaz de decidir sus actos. Pero no siempre decide según el bien de su naturaleza. Ser muy libre, o haber conquistado la libertad, consiste en aquel señorío sobre sí mismo, o dominio racional de las propias apetencias, en virtud del cual la persona habitualmente obra el bien moral que le corresponde según su naturaleza y rechaza lo contrario. Ahora bien, la experiencia indica que los niños que hacen siempre lo que quieren, en el momento y del modo que quieren, no avanzan en el dominio de sí mismos, más bien se hacen progresivamente dependientes de sus pasiones y, por ello, su ser personal permanece sujeto a lo sensible externo, esencialmente mutable, de su vida concreta. El principio de sus acciones es cada vez menos el núcleo íntimo de su ser personal y progresivamente más lo que es externo a él: su propia sensibilidad y los acontecimientos exteriores, en cuanto gatillan sus pasiones, que le afectan y mueven desde fuera.

Vivir habitualmente según sus pasiones y voliciones desordenadas ensimisma a nuestros hijos. Los debilita moralmente, permanecen sin carácter, porque no logran el señorío de sí mismos, no conquistan su libertad. Entre gozos y tristezas, esperanzas y desesperanzas, temores e iras, según las circunstancias siempre cambiantes de lo que les va aconteciendo desde fuera, no pueden ser felices, en la paz y estabilidad que es fruto de la vida buena,  porque no son dueños de sí mismos.

Ahora bien, ¿por qué hacer siempre lo que quiere tendría que impedir el dominio de sí y, por este camino, venir a vivir menos desde sí mismo una vida muy poco original? El ejercicio de su libertad, no subordinado a la autoridad paterna, ¿no debiera, más bien, afirmar y consolidar la singularidad de su ser personal? Si la naturaleza humana no estuviese herida, debilitada en su ordenación al bien como consecuencia del pecado, efectivamente todas y cada una de las elecciones del niño manifestarían y acrecentarían la originalidad de su ser personal, porque corresponderían a lo que íntima y naturalmente quiere: el bien propio de su naturaleza.

Pero las apetencias humanas están desordenadas, porque verdaderamente ocurrió el pecado original. De hecho sucede, muchas veces, que el niño desea en contra de lo que quiere (desea el descanso en contra de la responsabilidad que quiere, desea hacer su gusto en contra de la obediencia a su padre que quiere, etc.). Y, reiteradamente, quiere superficialmente en contra de lo que profundamente quiere (quiere agradar a otros haciendo algo malo en contra de la honestidad que es lo que más hondamente quiere, quiere el goce momentáneo de la impureza en contra de la pureza que naturalmente quiere, etc.). La consecuencia del pecado original no es que el hombre haya quedado inclinado al mal. Es más bien la debilidad para realizar el bien que naturalmente el hombre ama, y no ha dejado de amar.

Si el hijo no decide desde lo más íntimo suyo, desde la naturaleza humana que modula su ser personal, porque aún no conquista su libertad, decidirá desde fuera: modas, opiniones y gustos de mayorías, etc. Elegirá, más o menos, desde lo que todos dicen y todos hacen. Vida de borrego, de hombre masa, dirigida por la ideología de turno. Vida “normal” según los criterios del mundo, muy común a la de otros, pero no vida auténticamente personal, vida original.

#11-foto-2Y porque en sus elecciones no aparece la singularidad de su ser personal, el hijo no llega a conocer, en este tiempo, la persona que él es. No puede conocer su vocación particular porque es obscuro para sí mismo. Necesitará muchos test vocacionales que, sin embargo, no pueden decirle la persona que es. Será fácilmente manipulable en el orden de su vida moral y engañado por el maligno en su vida espiritual porque, ensimismado en su cotidiano hacer su propia voluntad, tampoco oirá a los que le conocen y le podrían guiar porque son los que le aman.

Por otra parte, es más o menos claro también que la inteligencia del joven que vive de sus gustos, permanentemente requerida por lo sensible, no puede ascender al conocimiento contemplativo de la verdad que trascendiéndole anida en lo más íntimo de su ser. Sin participar de la sabiduría, en el orden de la vida teórica, no podrá ser prudente en su vida práctica porque a falta del bien amado y contemplado como fin no habrá norma directiva, ni unidad de vida, en el uso de su libertad. Ni siquiera capacidad de ciencia, porque no podrá propiamente estudiar. En la tradición clásica y cristiana estuvo siempre muy claro que el hombre sensual, cuyas apetencias sensibles no están gobernadas por la razón, y/o el hombre desobediente, cuya voluntad no se subordina a la razón del superior, no puede tener plenamente vida espiritual. Ensimismado, no puede realizar la contemplación amorosa de la verdad que se da en el verdadero estudio y en la oración.

¿Cómo ayudar a nuestros hijos? ¿Qué es aquello que en el fondo de su ser esperan de sus padres, para llegar a ser plenamente las personas que son? Ciertamente muchas cosas, pero en relación a la conquista de su libertad, de la que hablamos –al señorío sobre sí mismos que les permite una vida original, conocimiento de su singularidad personal y apertura contemplativa a la verdad, al bien y a la belleza, anterior y superior a sí mismos, en la que tienen que vivir para descubrir y realizar su vocación particular– algo de lo más normal, pero difícil en nuestro tiempo: sencillamente, siendo padres.

Los padres participamos de la paternidad divina: la fecundidad, para ser principio de vida, y la autoridad, para ser principio de orden en la vida de nuestros hijos. Engendrados físicamente, debemos engendrarlos espiritualmente por la educación. La educación es la realización propia del amor paterno, es la continuación perfectiva del amor por el que los padres engendran a sus hijos. Y en la obra educativa, en relación a la libertad del hijo, los padres aman a sus hijos ejerciendo sobre ellos su autoridad. Como san José que, dice san Agustín, sirvió a su hijo Jesús (su creador) mandándolo.

El hijo conquista su libertad obedeciendo a sus padres. Desordenado en sus apetencias, se ordena obedeciendo a la palabra verdadera, sobre el bien de su naturaleza, que le dice su padre. Obedecer, en general, es ponerse bajo la palabra directiva y dejarse conducir por la razón del superior. No es fácil, hace falta humildad, aquello contrario a la soberbia y el amor propio desordenado que está en el núcleo esencial del misterio de la iniquidad. Pecado que es vencido en el corazón del hombre por la obediencia de Cristo, el Redentor. Hace falta mortificación de los propios deseos y gustos, lo contrario al deseo insaciable e inmoderado de goce que es la concupiscencia, fruto del pecado original. No solo no es fácil, en realidad es imposible sin la gracia que Jesús nuestro Señor nos ganó y mana de su Corazón abierto en la cruz. Tema que habría que tratar, con la extensión que requiere, en otra ocasión.

Es paradójico. El hijo gana progresivamente la libertad de su voluntad no haciendo su voluntad en la obediencia a sus padres. Y, sin embargo, obedeciendo a la palabra verdadera de sus padres podrá llegar a hacer plenamente su voluntad, aquello que naturalmente, y del modo más íntimo, quiere; conocerá y vivirá según la singularidad de su ser personal y podrá abrirse por la contemplación de la verdad a esa vida superior de comunión con aquellos para los cuales ha sido creado. Pero en este tiempo no lo ve, resiste la autoridad paterna. Y los padres pronto vemos que amar a nuestros hijos, no abandonarlos a sí mismos, exige subir a la cruz, fundamento ineludible de cualquier eficacia cristiana. Perseverando en el sacrificado y cotidiano ejercicio, firme y amoroso, de la autoridad ayudamos a la maduración de los hijos. Adultos, agradecerán el regalo de sus padres, el regalo que solo ellos le pueden hacer.