Sobre los hijos adolescentes (tercera parte y final)
Leonardo Bruna R. | Sección: Educación, Familia, Religión
Necesidad de la gracia
Educar, en general, no es algo que los padres podamos hacer en plena conformidad con la voluntad de Dios sin el don de la gracia que Jesucristo, nuestro Señor, nos mereció en la cruz. Así lo enseñó claramente el Papa Pío XI, en su encíclica Divini illius Magistri: “la educación no puede ser completa y perfecta si no es cristiana”. Naturalmente podemos educar, pero plena y perfectamente no, sin la gracia de Cristo. Y descubrimos la dificultad especialmente en la adolescencia, cuando aparece la libertad de los hijos con toda su carga de desorden y los padres, con nuestra debilidad a cuestas, firmemente asentados en la verdad, debemos perseverar en el ejercicio de la autoridad para ayudarles a ordenar sus vidas.
En realidad, nada de lo humano puede ser vivido perfectamente según la naturaleza del hombre si no es en la vida cristiana. Así aparece en las personas y en las sociedades que voluntariamente rechazan a Cristo. En cambio, los santos, aquellos que íntimamente unidos a Jesús viven en alto grado la vida sobrenatural de la gracia, son universalmente reconocidos como plenamente humanos. Y la razón es que la gracia sana y reordena la naturaleza.
El bien o la perfección del orden de la persona humana, como el de cualquier cosa, consiste en su estar bien dispuesta, por sus actos, respecto de su fin. Y el fin del hombre es Dios. Pero Dios, no conocido y amado de un modo puramente natural, sino como poseído en el orden superior de la vida de la gracia, vida divina participada por la que somos y vivimos realmente como hijos de Dios. Adán y Eva fueron creados con el don sobrenatural de la gracia. Nunca existieron, antes del pecado, en estado de pura naturaleza, porque Dios no creó al hombre para una vida puramente natural, sino para la vida sobrenatural de hijos suyos.
Al separarse de Dios nuestros primeros padres por el pecado original, pecado de desobediencia fundado en la soberbia pretensión de ser como Dios, sin Él y contra Él, sucedió que murieron en cuanto a su vida de hijos de Dios. Perdieron la gracia santificante que, elevando su naturaleza, les ordenaba al fin sobrenatural. Y porque perdieron su vida sobrenatural se desordenó y debilitó su vida natural. Des-ordenados Adán y Eva, cada uno en sí mismo, se fracturaron en su mutua relación y en la relación de ambos con el resto de la creación. Se obscureció su entendimiento en el conocimiento de la verdad, se debilitó su voluntad en el amor recto del bien. Los apetitos sensibles, con sus actos que son las pasiones, perdieron la sujeción a la razón y, por todo esto, la libertad y la sexualidad humana se encuentran actualmente privadas de su originaria integridad.
Hijos de Adán y Eva, todos los hombres venimos a la existencia como no-hijos de Dios y carentes del orden original de nuestra naturaleza. Y esta es la razón de por qué sin la gracia de Cristo no podemos ser perfectamente esposos, padres, hijos, amigos, trabajadores, estudiantes, etc., Y, en relación a nuestro tema, no podemos ser perfectamente libres y castos sin la gracias de Dios. Si lo pudiésemos naturalmente Jesús no habría muerto por nosotros. Y ahora nos bastaría el propósito para realizar de modo uniforme, con facilidad y profundo gozo el bien propio de nuestra naturaleza. Naturalismo a todas luces contrario a esa experiencia universal que san Pablo, en su carta a los romanos, expresa de modo tan sencillo y verdadero: “el bien que quiero hacer, no lo hago y el mal que no quiero hacer, lo hago”.
Por el bautismo, participando de la redención de Cristo, recobramos la filiación divina, y de un modo superior a como la tuvieron nuestros primeros padres antes del pecado, pero la debilidad de la naturaleza queda. Se mantiene como pena permanente que nos recuerda la culpa originaria, el propio pecado y la necesidad de Dios. Debilidad que nos ayuda a situarnos humildemente ante Él, a conocer su misericordia y a abrirnos a la recepción de su don, a librar con mérito “el buen combate de la fe”.
Pero, la obra divina de la redención no se ordena única o principalmente al restablecimiento del orden de nuestra naturaleza, como si el objetivo final fuese hacernos plenos en el orden del ser y de la vida puramente natural. No, eso es naturalismo. Se trata, más bien, de reengendrarnos como hijos de Dios Padre y, por el don del Espíritu Santo, hacernos crecer. Vida de hijos, en Cristo, por el don de su Amor. Esto es la vida eterna, iniciada en el momento del bautismo y consumada en el cielo, después de la muerte. Para esto hemos sido creados.
Y, aunque la gracia no es para la naturaleza, efectivamente la sana y la reordena como natural consecuencia, porque la gracia presupone la naturaleza. No la presupone en el sentido de que para poder recibirla y crecer en ella debamos, antes, perfeccionarnos naturalmente. Eso sería naturalismo. La presupone como la perfección presupone lo perfectible, como el acto de fe presupone la razón y el acto de caridad la voluntad. La misma gracia santificante es un accidente, sobrenatural, pero accidente y como tal no existe sino como perfección de un sujeto personal. El sujeto elevado, el que está llamado a realizar los actos de hijo de Dios, es un hombre. Y las acciones son siempre de los sujetos. Luego, para que ese sujeto pueda vivir plenamente como hijo de Dios debe ser sanado y reordenado en su naturaleza.
Así como la fe teologal, elevando la razón que es facultad natural, al conocimiento de la verdad sobrenatural, la sana de la obscuridad en la que se encuentra en cuanto a su conocimiento natural y, sanándola, la deja bien dispuesta para el conocimiento sobrenatural así, de modo general, la gracia santificante, elevando la naturaleza humana, la sana del des-orden y, reordenándola, la deja bien dispuesta para la vida superior de hijo de Dios. Elevando sana y sanando eleva. De este modo obra Dios la redención y santificación del hombre y así, por tanto, los padres cooperamos con Él en la educación cristiana.
Pero, en la sociedad secularizada de hoy lo que prima es otra cosa. Aquello que en la tradición cristiana se ha llamado “naturalismo pedagógico”, ideología que niega, o no considera suficientemente, las consecuencias del pecado original y, consiguientemente, la necesidad de la gracia en la obra educativa. Naturalismo que pretende lograr la perfección humana desde las solas fuerzas de la naturaleza y en base a metodologías consideradas infalibles. Y a pesar de los reiterados fracasos y la generalizada pérdida de racionalidad que asoma en la civilización occidental, permanece intacta la ilusión naturalista, tanto en la teoría como en la práctica educativa.
Hemos considerado la necesidad de un especial cuidado paterno, durante la adolescencia de los hijos, en la formación de su libertad y sexualidad. Ahora vimos la necesidad de la gracia para que la educación sea completa y perfecta. Por parte de los hijos, hay necesidad de ella en orden a la obediencia por la que conquistan su libertad haciéndose dueños de sí mismos, y para la castidad que les hace comprender la verdad de su sexualidad y vivirla en el orden del amor y de la comunión personal. La necesitan para actualizar, por sus propios actos, los hábitos naturales que potencialmente poseen y por este camino forjar su carácter.
Pero la obediencia de que hablamos no es un mero hacer, ocasional y materialmente, lo que los padres ordenan por razones de conveniencia práctica o porque sencillamente no tienen otra opción. Esto no saca de sí ni hace más libre. Es, más bien, un permanente, convencido y amoroso obedecer a los padres por amor y obediencia a Dios. La autoridad paterna es participación de la autoridad divina y, por eso, obedecer los hijos a sus padres es obedecer a Dios. La obediencia filial cristiana, aquella que trasciende lo meramente natural y se realiza en el orden de la vida eterna, se funda en la paternidad divina como en su principio y se ordena a la obediencia divina como a su fin. Pero esto no es posible sin la fe, por la que los hijos lo comprenden y sin la gracia por la que son hijos de Dios y, en cuanto tales, le pueden obedecer. Desobedecer a Dios es posible sin la gracia, pero obedecerle no. Pues, si el pecado es esencialmente desobediencia a Dios, y solo Jesús nos redime y vence en nosotros el pecado, los hijos no pueden realizar la profunda dimensión religiosa de la obediencia al margen de Él.
Y, en cuanto a la pureza, de la que san Juan Pablo II decía que es la gloria de Dios en el cuerpo, tampoco se trata de algo puramente natural, posible por las solas fuerzas humanas, como es la continencia natural que algunos hijos pueden tener por razón de su temperamento, ni de una cierta astucia y moderación en sus actos sexuales, realizados con fines egoístas, para evitar vicios, embarazos no deseados o enfermedades de transmisión sexual. No, es algo mucho más alto. La castidad cristiana es la consecuencia en el cuerpo sexuado de la plenitud de gracia en el alma. En efecto, porque lo inferior es para lo superior, elevado y reordenado el espíritu humano por la gracia, se produce, como una cierta re-fluencia de la forma sobre la materia, la elevación y reordenación del cuerpo sexuado y sus tendencias. La pureza cristiana es, en palabras de san Juan Pablo II, una “virginidad espiritual” o ser el cristiano todo de Dios, incluido su cuerpo sexuado, y estar completamente disponible para realizar la paternidad, natural o sobrenatural, según su voluntad. Como la Virgen María y san José, que fueron hechos padres por medio de su virginidad.
Finalmente, por parte de los padres, el don de la gracia es necesario para no abandonar a los hijos en su adolescencia, dejando de ordenarles la vida mediante el ejercicio prudente, firme y amoroso de la autoridad. La tentación de bajarse de la cruz, de dejarlos hacer según su gusto para evitar el dolor de su incomprensión y rechazo, o para ganarlos afectivamente en una complicidad que es falsificación del amor paterno, es ciertamente muy fuerte.
Los hijos aún informes padecen la fractura de su naturaleza, vacilantes entre su voluntad de bien y sus apetencias desordenadas, ansiosos de ser ellos mismos pero a tientas, experimentan su inestabilidad existencial. Y, aunque no lo parezca, esperan la firmeza y coherencia de sus padres. Necesitan la autoridad, sobre todo del padre. Autoridad que da el permanecer firmemente en la verdad, contemplando y señalando siempre el fin, ordenando sin descanso la vida de sus hijos en el bien. Y las pobres fuerzas humanas de los padres, heridos también por el pecado e inmersos en un mundo obscurecido desordenado, no alcanzan para eso. Necesitamos el don del Padre para ser padres como Él. Padres e hijos necesitamos la gracia de Dios. El don sobrenatural que, manando del Corazón de Jesús, nos llega por la oración y los sacramentos, por la devoción a la Virgen y a san José.




