Sobre los hijos adolescentes (segunda parte)

Leonardo Bruna Rodríguez | Sección: Educación, Familia, Religión, Sociedad

#11-foto-1-autorLa persona humana, en cuanto corpórea, es naturalmente sexuada. Y, en cuanto sexuada, tiene desde el inicio y durante toda su existencia, una precisa identidad sexual: es persona humana varón o persona humana mujer. Y es así porque el cuerpo es constitutivo esencial de la persona humana. No es algo que ella “tiene” como extrínseco a su ser  personal; como tiene, por ejemplo, una chaqueta. En un sentido verdadero se puede decir que la persona humana “es” su cuerpo. No que es solo cuerpo, pues es también su alma espiritual. Pero es su cuerpo y, por ello, es también su sexualidad. No es su sexualidad en un sentido freudiano, como si fuese esencialmente libido, pero es su sexualidad en cuanto es un varón o una mujer. Y esto es fundamental en la educación de nuestros hijos, sobre todo en el periodo de su adolescencia.

En el preciso instante de la fecundación, al unirse los gametos sexuales, se constituye una materia capaz del alma humana que, como forma substancial suya, la hace ser cuerpo humano. Ahora bien, ese cuerpo humano formado tiene en cada una de sus células, desde el principio y durante toda su existencia, un genoma XX o XY que le identifica biológicamente como varón o mujer. Y, como el cuerpo singulariza al alma (porque la materia singulariza a la forma), podemos reconocer que desde el principio existe una persona humana varón o una persona humana mujer. El alma humana, por ser una substancia espiritual, no es sexuada. Pero no comienza a existir antes del cuerpo, porque no tiene ser suficiente para ello. Dios la crea como forma de un cuerpo genéticamente distinto de sus padres y de cualquiera otra persona humana, con una sexualidad definida. Por esto el alma humana es siempre alma de un varón o alma de una mujer. Incluso después de la muerte, porque permanece en ella la singularidad con que naturalmente comenzó a existir. Desde el inicio, el ser espiritual de su alma, que le constituye como persona, es ser de una persona humana varón o ser de una persona humana mujer.

Masculinidad o feminidad, el ser cada hombre una persona humana varón o una persona humana mujer, no es algo independiente del cuerpo. Por el contrario, está causado por el cuerpo. La diferencia en el nivel físico-corpóreo causa una diferencia en el orden psicológico-afectivo, y ésta última es causa de un modo diverso de realizar la vida racional, los actos espirituales del varón y de la mujer. Específica o esencialmente iguales en su ser substancial y en su obrar. La misma naturaleza y las mismas operaciones humanas. Pero realmente distintos en el modo de ser y en el modo de obrar. Ni el varón, en cuanto tal, tiene nada de mujer ni la mujer, en cuanto mujer, tiene nada de varón. Y es naturalmente así porque su modo de ser y su modo de obrar es realmente distinto.

Maravillosa diferencia que causa la mutua admiración y hace posible la complementariedad, el poder ayudarse varón y mujer a realizar la perfección humana en todas las dimensiones de su vida. Diferencia que se ordena a la paternidad. Una paternidad natural, para los que han sido llamados por Dios a la vida conyugal, o una paternidad sobrenatural, para los llamados a la vida consagrada. Dos modos análogos de realizar la dimensión esponsal del cuerpo humano, aquello que es propio de la persona humana en cuanto sexuada. El primero, mediante la castidad conyugal, y el segundo,  a través de la virginidad o celibato por el reino de Dios.

El inicio de la pubertad de nuestros hijos está marcado por la conciencia de su sexualidad. Los cambios físicos, nuevos procesos y pulsiones en el cuerpo del hijo le conducen naturalmente a descubrirse en la verdad de lo que es, un varón o una mujer. Y, desde ya, aparece a su conciencia el carácter íntimo de su sexualidad y, junto con ello, la necesidad de preservarla en su natural intimidad. Se inicia en nuestros hijos el admirable fenómeno del pudor sexual, aquella consecuencia en sus corazones de la pérdida de la integridad original. Progresivamente conscientes de la intimidad de su ser personal se avergüenzan, no de su sexualidad, sino de su exterioridad. Pero de su exterioridad sólo en cuanto conlleva la vivencia más o menos desordenada en sí mismos, o en el otro que está frente a él, de aquello que en lo sexual aparece a su conciencia como contrario a su dignidad personal. Su educación exige formarlo en el pudor y la castidad.   

En virtud de la esencial pertenencia del cuerpo humano sexuado a su ser personal, y dado que las acciones son siempre de los sujetos, resulta, por una parte, que en todos y cada uno de los actos no específicamente sexuales, espirituales y corpóreos, de nuestros hijos hay una dimensión sexual, en cuanto son actos de un varón o de una mujer. Los hijos naturalmente juegan, rezan, pelean, comen, estudian, se alegran o entristecen, etc. como varones o como mujeres, porque eso es lo que son. Por otra parte, sucede que en todos los actos, ahora específicamente sexuales, está implicado su ser personal entero y su dignidad. Para bien o para mal, según la intención, el modo, el momento, etc., con que los realizan. Y como la naturaleza humana se encuentra herida, debilitada en su ordenación al bien, los hijos requieren ser educados en cuanto a su masculinidad o feminidad y en cuanto a la finalidad y el modo propio de ejercer su sexualidad.

En relación a su sexualidad, la educación de nuestros hijos tendría que atender, por una parte, a su formación en la virtud de la castidad, hábito que adquirido les capacita para la salida de sí mismos, al encuentro de Dios y de su prójimo, por el amor y la contemplación. Y, por otra, al reconocimiento del inestimable don de su masculinidad o feminidad, verdad fundamental para comprender y realizar su constitutiva vocación a participar de la paternidad divina, por el matrimonio o la vida religiosa, generando y educando hijos, en su vida cristiana, natural y sobrenatural.

En cuanto a lo primero, el grave riesgo para nuestros hijos, por la falta de atención y/o conducción paterna, es el descubrimiento y ejercicio de su sexualidad, no como un don de Dios para el don de sí mismos por el amor, sino como aquello, más o menos desvinculado de su ser personal, que sirve exclusiva o principalmente para su propio goce sensible. El contexto individualista (o dicho sin eufemismos, egoísta) del mundo actual le mueve a ello y contribuye poderosamente a desvirtuar su natural anhelo de felicidad, en la comunión personal, que es lo que origina y da sentido a su pulsión sexual. Exacerbado el goce utilitarista de su propio cuerpo, y del cuerpo de los demás, se oculta o desfigura en su conciencia el misterio de su sexualidad, que ya no puede ser para ellos un camino de felicidad. Será fuente de placer, pero no de felicidad.

Abandonado el hijo a sí mismo, sin la palabra verdadera de sus padres sobre la belleza, el sentido y la necesidad de la pureza en su maduración hacia la entrega de sí por el amor y, por este camino, hacia la contemplación gozosa de la verdad de sí mismo, del mundo y de Dios; y/o sin el ejercicio de la autoridad paterna ordenada a la adquisición de los hábitos necesarios para la forja de su carácter (fortaleza y templanza), por una parte, y a preservarle de todo aquello que es ocasión de entrada del vicio, por otra, el hijo ejercerá desordenadamente su sexualidad y, si se hace hábito en él, en lugar de la conquista de sí mismo por el dominio racional de su pulsión sexual, que le habría dado la virtud de la castidad, padecerá la reclusión de su ser personal en el egoísmo de su subjetividad y no podrá escapar del abrazo doloroso y permanente de la soledad.

La adolescencia es el tiempo en que los padres, con especial atención y cuidado, ponemos ante la mirada de nuestros hijos los ideales de bien y de belleza humana que naturalmente mueven su voluntad. En cuanto conocido y contemplado, el bien es necesariamente amado por el hijo y, solo si lo ama, estará dispuesto a ser conducido en la obediencia, por el arduo camino de su educación, al descanso y el gozo sereno en su posesión. Y, en el ámbito de la sexualidad, es el tiempo en que les hablamos, con la palabra y el ejemplo de los santos (principalmente de María y de José), de la maravilla que es un joven casto, un varón o una mujer que se guarda y crece en el dominio de sí, por la contemplación de la verdad y el ejercicio de la virtud moral, para el día de mañana entregarse completamente a Dios. Directamente, por la vida consagrada o, indirectamente, mediante su cónyuge, en el matrimonio y la vida familiar.

Y, en cuanto a lo segundo, a su educación en la masculinidad o feminidad, nos encontramos actualmente con la ideología de género. Aquella teoría antinatural de los que, separando la sexualidad del cuerpo humano, afirman, fomentan y hasta mandan que la sexualidad humana sea entendida y vivida prácticamente según como cada uno elija, independientemente de la verdad de su ser varón o ser mujer. La identidad personal de nuestros hijos, en cuanto a su sexualidad, no estaría naturalmente determinada sino que, a partir de un género sexual común, indiferenciado, cada uno según sus particulares inclinaciones y su contexto cultural decide qué quiere ser. La sexualidad humana no sería natural sino que cultural. Y, en consecuencia, la educación de los hijos tendría que ordenarse a que reconozcan como normal la elección de una sexualidad diversa de lo que, naturalmente, el cuerpo de cada uno le dice que es. Para ello borran progresivamente, en las diversas dimensiones de su vida, todo signo distintivo de la masculinidad y de la feminidad, socavando los fundamentos antropológicos naturales del matrimonio y de la familia.

#11-foto-2Porque somos distintos y complementarios, el varón se entiende como varón ante la mujer, y la mujer se comprende como tal frente al varón. Y los hijos aprenden lo que es ser varón y lo que es ser mujer viendo a sus padres relacionarse entre sí. No cada uno por separado, sino juntos y relacionándose entre sí, porque el principio, que es también la norma de su existencia, son los dos. En la familia, naturalmente y desde los inicios de su vida, los hijos entienden lo que es un varón y lo que es una mujer contemplando, por el amor, a sus padres. Comprenden que no es lo mismo masculinidad y feminidad, porque no son lo mismo su papá y su mamá. Y conocen que es muy bueno ser varón y ser mujer porque ven que sus padres se admiran y se aman mutuamente, como varón y como mujer. Conocimiento cierto, experiencial, que se graba de modo indeleble en su corazón y que, como sólido cimiento, será principio de su vida posterior.