Cuba

Adolfo Ibáñez S.M. | Sección: Historia, Política

#10-foto-1-autorCuba era el tercer país de Hispanoamérica cuando cayó en manos de Castro, un aventurero audaz. En aquella época predominaba Argentina, que era como de otro mundo. La seguía Uruguay, afirmando la primacía del mundo rioplatense. Luego venía Cuba, completando el podio. Nosotros en cuarto lugar. Y no se trataba de que los dólares del turismo norteamericano hicieran ese milagro. No. Cuba era el tercero en salud (mortalidad y médicos), en alimentación (calorías y proteínas) y en medios de comunicación (lectura y escucha de diarios y radios por habitante). Era el cuarto en educación y tenía el tercer PIB per cápita.

Se trataba de un país muy asentado y coherente en su conformación general. Hoy la vemos en el fondo de la tabla, más allá de sus estadísticas. No es el único país destruido por la violencia de iluminados y terroristas, pero se ha tenido que tragar la revolución en su forma más cruda y prolongada. En su apogeo practicaron la violencia y la derramaron por el continente, denigrando a los populistas. Hoy, en la derrota de sus ideas, se han unido a ellos y, más aún, se ocultan tras ellos, prestándoles un contenido pseudoideológico para disfrazar engaños y abusos de poder.

En esa red se confundió Argentina, que viene cayendo desde el primer Perón. Brasil ha recaído cada vez que parecía levantarse. México se equilibra en una precaria medianía. Bolivia, Ecuador, Venezuela y Nicaragua sufren sus frustraciones. Centroamérica no sale del fondo. Perú y Colombia tratan de ser más, sin poder zafarse del peso del continente. Y estamos nosotros, pretendiendo alejarnos sin captar que, más allá de lo material, nos pesa la intrincada red que tejen los tenaces iluminados y totalitarios maquinistas que alegan haber descubierto las soluciones finales para todas las sociedades.

¿Estamos condenados a este sino fatal? ¿Será nuestro destino luchar incesantemente y sin triunfar solo para evitar la ruina?, ¿o solo para continuar gritando contra los poderosos del mundo? Parece que necesitamos de una épica para vivir, como droga adictiva, ya sea para liquidar lo logrado, para retomar el camino a no sé dónde, o para gritar contra los poderes mundiales, pero siempre revolviéndonos en espirales bien barrocas. Vivir calladamente y manteniendo un esfuerzo tenaz a través del tiempo parece no estar en el ADN nuestro. Antes que la ruta larga y serpenteante que nos lleva a las cumbres cordilleranas, preferimos el hoyo que tenemos al lado pensando que es una mina de felicidad infinita.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.