La rebelión de John Wayne

Joaquín García-Huidobro | Sección: Política, Sociedad

#02-foto-1-autorEn “Nashville” (1975), la película de Robert Altman, se presenta una ácida sátira de la América profunda. La historia, que gira en torno al mundo de la música country, tiene como telón de fondo la omnipresencia de un candidato presidencial contrario al sistema, un hombre que hace toda suerte de propuestas extravagantes, pero que concita el interés popular. La mirada de Hollywood sobre esa gente es muy parecida a lo que hemos visto estos días cuando se juzga el apoyo rural y de clase baja a Donald Trump. El mundo del espectáculo coincide de manera unánime con el de Harvard y Wall Street: “solo unos blancos incultos, xenófobos y resentidos pueden votar por un payaso semejante”; “la humillación que sufrieron con el afroamericano Obama fue inmensa: ahora movieron todas sus fuerzas para no ser gobernados por una mujer”; “¿cómo no ven aquello que para la GCU es tan evidente?”.

Estas explicaciones tienen una ventaja enorme para los izquierdistas y liberales de todo el mundo: son sencillas, monocausales y, lo más importante, dejan a quienes las formulan en un sitial de superioridad moral que les permite digerir esta gigantesca derrota. El problema es que son falsas, o al menos muy insuficientes.

¿Será verdad que a los votantes de Tennessee, Florida, Alabama o Kansas no les resultaban molestas las declaraciones machistas y xenófobas de Trump? ¿Es efectivo que son incapaces de ver aquellas cosas que a muchos de nosotros nos parecen detestables, porque el resentimiento les nubla la mirada? En el mundo hay gente mala y gente tonta, pero hay que tener cuidado a la hora de atribuir lo que nos desagrada solo a la maldad y estupidez de quien piensa distinto.

Quizá no sean bajas pasiones o torpeza intelectual lo que explique que 59.791.135 norteamericanos hayan votado por Trump: tal vez sea algo más noble y profundo. Está claro que esos votantes no leen The New York Times, ni tampoco siguen las instrucciones electorales impartidas con tono aleccionador por The Economist y el resto de la prensa anglosajona. En sus veladores está más bien el Reader’s Digest; cuando quieren desarrollar sus talentos abren las páginas de Popular Mechanics. Sus sueños se hallan más cerca de John Wayne que de Woody Allen. En el pasado, esa gente muchas veces ni siquiera concurría a votar, no por falta de sentido cívico, sino porque mantenía una fe del carbonero en un sistema que parecía funcionar por sí solo. Y cuando votaban, en general lo hacían por el Partido Demócrata.

Sin embargo, desde hace algunas décadas, ese mundo se les alteró por completo, porque el Partido Demócrata de Hillary Clinton nada tiene que ver con el de Thomas Woodrow Wilson, Franklin Delano Roosevelt o Lyndon Johnson. Ya no es una agrupación que represente a la clase obrera: la reemplazó por un discurso sobre minorías más o menos exóticas; por una corrección política cuya creciente sofisticación alcanza el límite de lo risible, y por una pedantería intelectual que deja al norteamericano medio como un individuo moral y cerebralmente subdesarrollado.

Pero ese obrero de Ohio o ese almacenero de Arkansas no merecen un trato semejante. Sus abuelos dieron la vida en Okinawa o Montecassino para asegurar que en Occidente gozáramos de democracia y libertad. Su padre se mató trabajando para sacar adelante una familia: pagó los impuestos, cumplió la ley y dedicó muchas horas de su vida a actividades de voluntariado. Y él constata decepcionado que el ingreso per cápita de los EE.UU. ciertamente ha mejorado, pero solo en promedio, gracias a que los demócratas de nuevo cuño se llenan los bolsillos en Manhattan. En cambio él no logra, ni de lejos, vivir mejor que su padre. Para colmo, Obama al menos era simpático, pero Hillary y los suyos son terriblemente arrogantes. La reacción de los derrotados no hace más que confirmar la molestia de los votantes de Trump: han mostrado ser unos pésimos perdedores, lo que parece ser en la actualidad un mal bastante generalizado en la izquierda. Y hasta el propio Trump abandonó por unos días sus bufonadas y dio algunas muestras de grandeza, lo que los deja todavía más mal parados.

Nos guste o no, lo que millones de norteamericanos dijeron el lunes pasado se podría expresar con una canción de Bob Dylan: “Ustedes, señoritos y señoritas/ No van a gobernar mi mundo/ No van a gobernar mi mundo”.

Esto no es resentimiento, sino una explicable protesta.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.