Un niño debe poder comerse un berlín en el colegio

Juan Antonio Muñoz Herrera | Sección: Familia, Política, Sociedad

#11-foto-1-autorLas medidas que no sirven, abundan. La Ley 20.606 sobre la composición nutricional de los alimentos y su publicidad busca mejorar la alimentación de niñas y niños chilenos para reducir los altos índices de obesidad infantil en el país. Entre las medidas destacan la restricción de alimentos altos en azúcares y grasas en quioscos de colegios, y sugerencias de colaciones bajas en calorías. Es en este contexto que el Gobierno impulsó la ley del nuevo etiquetado de alimentos, que también prohíbe la publicidad y la venta de alimentos no saludables en las escuelas.

Además, circula un manual de quioscos y colaciones escolares, con guía de autoevaluación para que cada local “entienda su situación quiosco respecto de sus condiciones sanitarias y de su oferta de alimentos”.

Todo muy bien. Pero, ¿sirve? No sabemos hasta qué punto. La restricción, históricamente, siempre busca válvulas de escape. Los niños ya las han encontrado. Son pocos los que prefieren el huevo duro o el sándwich de quesillo con lechuga que ahora venden en su colegio, y extrañan los dulces chilenos, los quequitos, la pizza y los berlines. Por eso, hoy ya son muchos los que han generado una suerte de microemprendimiento y los llevan hechos desde su casa para venderlos entre sus compañeros: alfajores, trozos de kuchen y, especialmente, brownies y cup cakes, esos, hechos con cubierta de mantequilla o queso crema, y con harta anilina. Bien calóricos. Hay muchos que también echan de menos el candy, donde las mamás que atendían o las dueñas del quiosco les fiaban un calugón Pelayo, un Súper ocho, una Negrita… “Es más latero salir ahora a recreo”, alegaba una niña de séptimo básico, que una vez a la semana tenía permiso de sus papás para comerse un berlín, un pan de huevo o una palmera.

Por supuesto que comer un berlín no debe ser algo de todos los días. Encontrar el equilibrio y educar en casa, esas son las soluciones. La cultura restrictiva, la de las prohibiciones, es casi siempre inconducente. A veces, incluso, agrava el mal que se quiere combatir.

¿Tiene efecto real el octógono negro que nos advierte todo lo que no deberíamos comer? Lo tendría si hubiera algunos pocos productos que indicaran que eso es perjudicial. Pero ahora casi todo lo que se vende tiene la famosa advertencia. Hasta las inocentes galletas de vino. ¿Terminaremos comiendo marraquetas sin sal? ¿Rotularán igualmente a las frutas y verduras transgénicas, que abundan? ¿Vamos a comprar empanadas de pino y queso con el rótulo? ¿Adiós al pescado frito, a las papas duquesa, al hot dog ? ¿No será mejor indicar cuáles son los alimentos buenos y hacer conciencia en padres y profesores para que incentiven el buen comer?

Hay algo de perverso en esto también, porque los alimentos ultrasaludables y naturales son más caros. ¿Cómo podrá optar por ellos una familia de escasos recursos?

La película “Mi tío”, de Jacques Tati, nos da una lección. ¡Y es una película de 1958! Es una parodia blanca de la vida moderna, ultratecnificada y saludable, a la que contrapone el encanto y la calidez de la vida tradicional: el niño come en su casa huevos pasteurizados, y cuando sale de paseo con su querido tío, se desata, y es feliz por un rato. Los franceses lo entendieron y siguen consumiendo baguettes con queso brie, todo alto en sodio y ultracalórico. ¿Cómo puede ser que un niño chileno no pueda comprar en el quiosco de su colegio, una vez a la semana, un buen berlín con crema pastelera, con mermelada, con manjar o con dulce de membrillo?

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.