La dictadura de las minorías

Álvaro Pezoa Bissières | Sección: Educación, Familia, Política, Sociedad, Vida

#02-foto-1-autorLa posibilidad de que en democracia moderna se produzca la dictadura de las mayorías ha preocupado a políticos y pensadores desde tiempo. Tocqueville, viendo los inicios de ese régimen en los Estados Unidos de Norteamérica anticipó con claridad el riesgo que amenazaba al joven sistema democrático que observaba en esas latitudes. Su agudeza sin par no alcanzó para prever que, junto con la deformación señalada, las democracias contemporáneas deberían cuidarse de un nuevo y, en sus comienzos, impensable mal. Se trata de la dictadura de las minorías. Ella es, tal vez, fruto en parte del humano afán por no caer en una suerte de tiranía de las mayorías. La cuestión es que hoy se puede constatar por doquier la creciente imposición de las “agendas” propias de minorías elitistas o populares, siempre activas y vociferantes, sobre mayorías amplias, pero las más de las ocasiones pasivas y silenciosas. Las herramientas preferidas por las primeras son los medios de comunicación, especialmente entre las minorías cupulares, y la calle, utilizada en particular por las minorías basales. Siempre, en todo caso, ambas plataformas terminan por retroalimentarse. Al tiempo que con frecuencia recurren a la violencia moral o física para hacer valer sus pretendidos “derechos” ante la sociedad, que pareciera encontrarse inerme antes sus demandas.

Chile no es la excepción, lamentablemente. Los ejemplos abundan. Un par de situaciones grafican a las minorías que enfatizan la utilización de los medios de comunicación. Un caso de libro lo constituyen las minorías sexuales que abogan por sus derechos civiles, partiendo sus exigencias por lo más entendible, esto es, el buscar no ser injustamente discriminados por su opción, para seguir por aquello que resulta más irracional y hasta antinatural: la erección de la institución del así denominado “matrimonio” homosexual o igualitario y la posibilidad legal de las parejas constituidas a su amparo –o al de simples acuerdos de vida en común– de acceder a la adopción de niños. Minorías que han logrado transformar sus quereres en materia de discusión pública y de proyectos legislativos. Más todavía, han influido de tal forma en los líderes de opinión que han llegado a configurar como “socialmente incorrecta” cualquier disidencia a sus posturas, por razonadas y razonables que sean las mismas. Con menos éxito, hasta ahora, ha venido desarrollándose la escalada proaborto, buscando legalizarlo –bajo el eufemismo de despenalizarlo– para tres causales que despiertan algunas simpatías sentimentales en segmentos de la población. El paso siguiente está ya suficientemente pensado y planificado: el aborto sin mayores límites que la voluntad individual de quienes deciden eliminar al nasciturus. Es lo que ha ocurrido siempre que los activistas pro choice han seguido la estrategia que ahora están usando en la nación.

Otras dos embestidas plasman diáfanamente a las minorías que siguen principalmente el cauce de la calle. Una corresponde al movimiento estudiantil agrupado teóricamente en pos de una mejor educación, posteriormente en la gratuidad de la misma y finalmente en su virtual estatización (de la calidad ya ni se habla). Ésta recurre no únicamente a protestar en la vía pública, sino que a la violencia desembozada, a largas huelgas y obstrucción de las tareas educativas y a la destrucción de establecimientos educacionales y bienes de la comunidad. La segunda se enarbola en nombre de los derechos de los “pueblos originarios”. Más que la calle, aquí el escenario escogido es el de sectores rurales de la Araucanía, situados en la VIII y, sobretodo, en la IX regiones administrativas del país. Las acciones elegidas son las propias del terrorismo, o simple delincuencia para algunos indisimulados simpatizantes.

La creciente predominancia social que han adquirido estas posiciones abiertamente minoritarias y disolventes se fundamenta no sólo en la actividad de unos pocos caudillos audaces y la recurrencia a slogans repetidos oportunamente y con la regularidad de un mantra, sino también en la indolente pasividad de una ciudadanía adormecida y en la abdicación de sus líderes, políticos y sociales, a ejercer verdaderamente como tales. Más preocupados de parecer “políticamente correctos” que en defender ideas y convicciones (si es que las tienen) y más ocupados –muchas veces equivocadamente– en no perder unos pocos votos que en conducir los procesos sociales y dar solución a los problemas reales que aquejan a las personas, dejan de paso cuasi abandonados los auténticos desafíos que enfrenta la mayoría ciudadana descuidada: aquella compuesta por quienes siguen pensando que el matrimonio es entre un hombre y una mujer para toda la vida (aunque, por diversos motivos, ellos mismos no hayan logrado sostenerlo); o los que continúan creyendo que el aborto es un asesinato de un ser indefenso (aunque le conmuevan situaciones específicas que enfrentan algunas madres); aquellos que concuerdan en la necesidad de que todos los chilenos puedan acceder a una educación de calidad, pero no esperan que ella les sea regalada y ofrecida sólo por el “gran hermano” Estado y que, menos aún comparten la vía violenta, ramplona y encapuchada para hacer valer sus anhelos; quienes entienden que hay que dar respuesta efectiva a las legítimas reivindicaciones étnicas, pero rechazan el terrorismo, el asesinato y la destrucción de la propiedad privada como camino para ello.

Chile requiere una mejor dirigencia y una ciudadanía más involucrada en su destino común. Es de esperar que la primera esté disponible para una renovación que se presenta como imprescindible, y que la segunda despierte para elegirlos y luego seguirlos en la tarea de construir una patria mejor para todos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Pulso, www.pulso.cl.