Amigo invisible
Mariana Grunefeld | Sección: Familia, Política, Sociedad
Agosto ha sido el mes del niño y aparte del desbordado marketing comercial plagado de imágenes con caritas sonrientes, juegos intensos, abrazos fundidos y sueño placentero, ¿cómo lo celebramos a nivel país? Con un triste destape de la olla. Se ha soltado un maloliente tufo de dejación brutal y de una apuesta inservible a la sobre institucionalización como la solución al desvalimiento. Pero ¿cómo podría un lugar hacinado y mal estructurado llamado artificialmente hogar, administrado por personas a bajo sueldo, con pobre formación, aburridas y desincentivadas, reemplazar las raíces, los vínculos y una familia?
Una cifra indeterminada de niños ha muerto en el Servicio Nacional de Menores, Sename, el organismo estatal cuya misión es protegerlos y restituirles sus derechos. A la guerrilla de cifras y lucha de poder, se ha sumando una constatación: no se han investigado las causas de sus muertes. ¿Acaso el más desvalido de los nuestros no es un chileno?, ¿Quién se acuerda de sus nombres, de los ojos de esos niños? 185 han fallecido en los últimos 10 años, reconoce la institución; la Unicef afirma que la cifra es aún mayor, ya que sólo en el 2010 habrían muerto 75. Y en el parlamento, en los alegatos contra la Ministra del Justicia, se lanza que en el anuario del Sename se han modificado las cifras sobre la marcha, ya que sólo en el año 2015 no habrían muerto 23 como publicaron, sino 126 como anuncia la página ahora.
Niños fantasmas, números sin identidad, sin padres ni hermanos, sin amigos ni barrio, sin gustos ni talentos, sin ojos ni colorido. ¿Cómo es tu rutina del día?, pregunta una comisión del Ministerio de Justicia el año 2012 donde se recorrieron 48 centros, a una niña del Sename en Valdivia. Respuesta: “10 de la mañana me levanto, tomo desayuno, veo TV; almuerzo y veo TV; después la colación y veo TV; ceno, veo TV y a acostarse”. La misma Comisión en Iquique, “se observa una cuna con mallas en mal estado, tenía un agujero donde perfectamente cabe la cabeza de un niño, pudiendo caer de la cuna”. O en Antofagasta, “el vestuario y calzado es compartido, lo único personal son la ropa interior y el uniforme de colegio”. O en San Miguel, “Los dormitorios están sucios, hay basura botada en los pisos. Hay mal olor en todo el establecimiento. No hay calefacción. Un menor señala en entrevista que a su hermana, los niños del centro la observan cuando se cambia de ropa y que en más de una ocasión la han tocado cuando estaba cambiándose”. O en Santiago, se constata el hacinamiento, “deben ocupar las salas de estar como dormitorios y no hay privacidad en los baños ni para hacer sus necesidades”. Se relata como “las sábanas son cortas y no hay en todas las camas. Una de las comisionadas abrió una cama y encontró una toalla mojada, posiblemente llena de orina, ya que el niño, según informó otro menor, padece de eneuresis”. O en Coquimbo –emplazada en la antigua cárcel de menores–, “la cocina se evidencia desordenada y muy sucia, quedando dudas sobre la manipulación de alimentos, así como la posibilidad de que existan plagas de ratones, lo anterior dada la cantidad de basura que existe en las afueras de la cocina”. O en Osorno donde constata la prensa, niños a cargo del Sename salen a robar para comer.
Esto ya se sabía hace años, pero el Sename, como todo organismo estatal, reaccionó demasiado lento con el agravante de las vidas truncadas de por medio, de niños que no crecieron, de afectos que no se dieron, de talentos que abortaron. Quizás el error sea insistir en salvarlos a través de una institucionalización y burocracia estatizada que desconfía de las familias, esperar que organizaciones elefantes tengan la delicadeza de las mariposas, esperar que tengan nombre propio niños en un mar de papeles y burocracia, esperar que resuciten amigos de quienes los sepultaron como invisibles.
Hoy gracias a las instituciones que colaboran con el Sename, los menores recluidos en centros representan sólo el 7% (un poco más de 8 mil niños) mientras el restante 93% es cuidado de forma ambulatoria por diversos organismos independientes sin fines de lucro que se financian por aportes voluntarios. Éstos van de a poco devolviendo el niño a sus familias o dejándolos por un tiempo en familias de acogida especializada, FAE. Las FAE formadas por la familia amplia del niño (abuelos, tíos) o por otra diferente, pueden volver a darle identidad y seguridad al menor abandonado siempre que el Estado de Chile crea en ellas y les dé la subvención necesaria para alojar, alimentar y educar al niño. Porque aunque Chile haya firmado la Convención Internacional sobre Derechos del Niño en 1990 ¿qué futuro pueden tener menores que se pierden en el hacinamiento, que son obligados a vivir con otros mayores, incluso delincuentes, o niños enfermos que sólo reciben un tercio de la subvención que necesitan con personas que sin conocimiento básico de salud los sobre medican o los dejen golpearse en la cabeza y ahogarse en un ataque de epilepsia?
El 4 de septiembre, Día Internacional del Niño, volvamos a centrar el debate desde la humanidad más profunda, valorizando a la familia como lugar de sanación, donde cada niño pueda volver a ser un nombre único e irrepetible, capaz de jugar, aprender e incomodar para nunca más ser un número en una lista archivada en el cajón de un burócrata.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Demócrata.




