Doble-hablar

Fernando Villegas | Sección: Política, Sociedad

Poco demoró la Presidenta Bachelet en enviar sus condolencias –un enorme consuelo para el pueblo belga– a raíz del atentado terrorista en Bruselas.  Lo mismo hicieron los mandatarios de todas las naciones del orbe, incluyendo el de Estados Unidos con la ya tradicional, ritual y manoseada frase “nuestros pensamientos y oraciones están con los familiares de las víctimas”. Sin embargo en nuestro caso hubo una novedad: la Presidenta finalizó sus sentidas palabras aduciendo que rechaza el terrorismo sea cual sea la forma que tome. A primera vista eso pudiera parecer una afirmación muy clara y hasta taxativa, amén de novedosa, pero dada la riqueza y paralela oscuridad semántica que reina hoy en el ciudadano podría preguntarse qué significa exactamente eso de “cualquiera sea la manera o forma que tome”. ¿Excluye o incluye el contenido? Después de todo ya existe en el léxico de las izquierdas la expresión “violencia revolucionaria” –a la cual, suponemos, pertenece el asesinato de los Luchsinger– para distinguirla de la despreciable violencia reaccionaria, golpista o burguesa. Evidentemente no es lo mismo el comprensible acto revolucionario de quemar a sangre fría a dos ancianos que, en medio de una pelotera callejera, hacer caer al suelo con un chorro de agua a un combatiente.

Es el momento en que debemos recordar, si queremos entender la escena nacional, el “doble-hablar” de los burócratas de la infame dictadura con caracteres de eternidad de ese sórdido mundo del futuro imaginado y descrito por Orwell en 1984. En muchos sentidos ese “doble-hablar” orwelliano fue una anticipación perfeccionada –como si el tiempo corriera al revés– de lo que vendría a instalarse en todas partes medio siglo después y que llamamos “discurso políticamente correcto”, artefacto verbal repleto de eufemismos y vocablos vacíos para no decir nada que pueda molestar a cualquiera de las infinitamente quisquillosas sensibilidades del presente. Hay países donde el imperio de dicho lenguaje vacuo, diluido, oportunista y profundamente imbécil ha llegado a tal punto que incluso se inician acciones legales contra quienes usen frases que se estiman hirientes para tal o cual etnia, religión o colectividad. En Estados Unidos y en Alemania hay que andarse con mucho cuidado. Un error gramatical, una coma de menos o de más y es usted culpable de haber insultado o difamado o ninguneado a tal o cual persona, grupo o evento histórico y entonces la Policía del Habla lo arrastrará a un tribunal para que responda por sus dichos.

En Chile la cosa es más artesanal; si se critica a la actual administración no llega la Gestalt Polizei, sino se azuza contra el pecador a la horda linchadora para que descargue una andanada de vocablos preconfeccionados al alcance de aun los más diminutos cerebros: “Nostálgico de la dictadura”, “pinochetista”, “reaccionario”, “facho”, etc. De ahí la utilidad del “discurso políticamente correcto”; con él todo hablante se asegura de no molestar a nadie y no ser acusado de nada.

Burgos

Al  discurso políticamente correcto” suele acompañarlo o seguirlo –como fase superior en la lucha por la civilización– el “discurso políticamente hegemónico”, el cual, al contrario del primero, ofrece NO una manera de no pensar, sino un obligatorio pensar de cierta manera. Acaba, el ministro Burgos, de experimentar en carne propia una prueba de eso en la forma de una reprimenda que le asestaron algunos genios de la bancada juvenil por haber dicho que ante una cuestión de importancia, como lo es el tema del aborto, cabe primero, si se es diputado, una instancia de duda a la que debería seguir otra de profunda reflexión en vez de la vergonzante batahola que se vivió en el Congreso. ¿Cómo se le ocurre, al ministro Burgos, pensar?

Las sociedades totalitarias se caracterizan precisamente por la existencia de un discurso oficial al que nada ni nadie puede contradecir, pero  además  puesto  en  vigor con “fuerza de ley” con el alto auspicio del Estado y sus anexos. En Chile aún no tenemos respaldo estatal y legal para la doctrina oficial de la NM y sus compañeros de ruta, pero sí hay permanentes presiones para que una rigurosa interpretación del vocablo “lealtad”, faena normalmente  a cargo de los camaradas Teillier o Andrade o algún nene de la bancada infantil, acalle o llame a acallar las diferencias dentro del gobierno. Fuera de eso se observan indicios de lo mismo en las actitudes y posturas entre arrogantes y desafiantes de las más altas autoridades del Estado. Ítem más: hay ya en algunas reparticiones ciertos combatientes a honorarios que están haciendo uso de los recursos a la mano para manejar como instrumentos revolucionarios las mal llamadas “redes sociales”, cooptar el asambleísmo –por lo demás siempre manejado por los activistas–, promover el uso punitivo de las funas y dar libre curso a la violencia verbal y a veces también física en universidades, colegios y en la calle. En otras instituciones han llegado al extremo de hacer uso de la legalidad y razón de ser misma de ellas dando curso a interpretaciones y miradas al servicio del programa.

Aun peor…

Siendo todo eso malo, el “doble-hablar” imaginado por Orwell era peor.  Ya no se trataba de no hablar o de hacerlo sólo de cierto modo, sino de cambiar el significado mismo del vocabulario y convertirlo en su opuesto por decreto. En el fenecido mundo socialista tal práctica dejó de ser una ficción literaria para convertir en política real. En la URSS se llegó al punto de que sucesivas ediciones de las enciclopedias u otros libros oficiales fueran cambiados año a año conforme a los cambios de personal que hubieran podido suscitarse –arrestos, temporadas en campos de concentración, balas en la nuca, etc.– en el Comité Central y por tanto de sus políticas. El mundo de Orwell era una metáfora de todo aquello y por eso el Ministerio de Guerra de su país imaginario, que mantenía siempre una o dos guerras en curso, se llamaba “Ministerio de la Paz”. Lo que Orwell, pese a su genio, no pudo imaginar, fue que en una nación tan pequeña, tan de segunda línea y a veces tan rasca como Chile su procedimiento pudiera alcanzar tanta perfección.

¿“Doble-hablar”? Acá disponemos de triple, cuádruple, a veces hasta quíntuple hablar. Léase y escúchese a los especialistas del arte y/o considérense algunos ejemplos. En Chile decir “responderé al fiscal todo lo que me pregunte porque no tengo nada que ocultar” significa en realidad “me acogeré al derecho de no decir ni una palabra”. Un acto terrorista perpetrado en La Araucanía se describe con expresiones tales como “delito rural”, “delito común”, “robo de madera” o “conflicto intercultural”. Para los ataques incendiarios es posible que pronto se use la expresión “quemas éticas”. Las decisiones tomadas en las asambleas a punta de empellones perpetrados por las vanguardias se describen como “debates enriquecedores”. Dejarles campo libre a los cumas para que depreden el Parque Forestal es palabreado como “expresiones de cultura popular”. Las marchas y sus acompañamientos de vandalismo son en cambio “expresiones de una ciudadanía empoderada”.

Bien pudiera postularse que parte importante del nuevo régimen –eso es y será, todo un régimen, porque cuenta con el apoyo tácito, expreso, consciente e inconsciente, de buena o mala gana de las nuevas cohortes demográficas, material con que se construyen las sociedades– está erigido a base de manipulaciones verbales y visuales más o menos del mismo cariz. Tenemos el privilegio, los adultos de mediana edad y los de la tercera, de ser testigos presenciales de esta construcción de imagen y del verbo en gran escala. Es un mundo nuevo, un “2024” quizás. Si desea participar es cosa de aprenderse rápidamente los códigos y entrenar los dedos en una tablet.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.